lunes, 5 de agosto de 2019

Escribir por escribir

Historia Secreta de Isabel de Baviera, Reina de Francia.
Prefacio del Autor Marqués de Sade
Que es esencial leer para la comprensión de la obra.

Ya sea por ignorancia o por falta de ánimo, ninguno de los autores que escribieron la historia del reinado de Carlos VI colocaron a su mujer, Isabel de Baviera, en el indiscutible lugar que le correspondía; sin duda pocos reinados ofrecían tanto interés, en pocos se cometieron tantos crímenes, y como si se hubiesen empeñado en disfrazar las verdaderas razones de la emoción que inspira y las verdaderas causas de las iniquidades que lo mancillan, contaron sin profundizar, recopilaron sin verificar, y hemos continuado leyendo en los historiadores modernos simplemente lo que nos dijeron los antiguos.
               Sin embargo, si todas las ciencias se extienden por el estudio, si los nuevos descubrimientos sólo se consiguen a la fuerza de búsquedas, ¿por qué la historia no podría esperar de igual modo ventajosas mejoras en el conocimiento de estos hechos, que únicamente serían como en otra parte el fruto de nuevos estudios?
               Se nos dice que los autores contemporáneos son siempre los que deben tener los derechos mas firmemente establecidos a nuestra credulidad: vieron, entonces debemos creerles. Sin duda se objetará que la opinión que sostenemos es paradójica, y ésta es que precisamente porque vieron son menos dignos de fe, y que cuanto les establece tal reputación a los ojos del vulgo es justamente lo que se la quita a los nuestros. Los que sostienen lo que refutamos no se han detenido nunca a reflexionar que ningún historiador se equivoca con tan frecuencia como los que pretenden haber visto, no se trata en absoluto de que tengan mejores razones para difrazarnos la verdad de los hechos que escriben: pues si tienen que pintar unas virtudes trazándolas bajo los reinados que las hicieron pacer, se les tacha de aduladores; si son crímenes lo que tienen que revelarnos los historiadores, ¿se atreverán a hacerlo bajo los príncipes que los cometieron?
               Así pues, ¿para contar bien una cosa, es esencial no haberla vivido?
               No es eso exactamente lo que decimos, lejos de ello: certificamos únicamente que para escribir historia es necesario que no exista ninguna pasión, ninguna preferencia, ningún resentimiento, lo que es imposible evitar cuando a uno le afecta el acontecimiento. Creemos simplemente poder asegurar lo que para describir bien este acontecimiento o al menos para relatarlo justamente, es preciso estar algo lejos de él, es decir, a la distancia suficiente para estar a salvo de todas las mentiras con las que pueden rodearle la esperanza o el terror, las ganas de complacer o el terror de perjudicar; el autor que escribe la historia del reinado en que ha vivido,  ¿no se priva de cuanto la verosimilitud o las probabilidades pueden establecer como bases a su relato, y de todas las fuentes que pueden agotar en los materiales que la prudencia le arrebata y que solo llegan a él cuando se han destruido los motivos que se los habían substraído antes?
               No hay nada paradójico, pues, en sostener que la historia de un siglo se escribirá siempre mucho mas fielmente durante el siglo siguiente a los hechos que se relatan que no en el mismo en que sucedieron.
               Otra verdad de las más constantes es ésta: el mismo grado de calor y de imaginación que se precisa para componer una novela, se necesita igualmente de calma y sangre fría para escribir historia; ¡la obligación de los escritores, que tratan uno u otro de estos géneros, es por la otra parte tan diferente¡ El novelista tiene que pintar a los hombres como deberían ser; es tal como fueron como debe presentárnoslos el historiador; al primero, con todos los rigores se le dispensa que invente crímenes; es preciso que el segundo nos describa los que caracterizan a sus personajes: el historiador tiene que decir y no crear nada, mientras que el novelista puede si quiere decir únicamente lo que ha creado.
               De esta diferencia muy cierta pace la que debe existir en los motivos que les impulsan a escribir al uno y al otro; pues esta admitida distinción necesita, como se ve, tanta pasión, tanta energía en el que únicamente escribe lo que le dicta su imaginación, como estudio y reflexión en el que sólo nos transmite acontecimientos conocidos; mas, es preciso que el primer lugar conozcas bien esos acontecimientos que quiere pintar, es necesario que utilice todos los medios de que disponga para profundizar en ellos, para analizarlos, incluso para hacerlos derivar unos de otros, cuando las verosimilitudes de más fuerza le obligan a establecer relaciones, que no le proporcionan sino a medias, o con frecuencia de ninguna manera, sus búsquedas, incluso las más extensas.
               Pero aquí tenemos la novela, dirán entonces esos a los que nuestro sistema no persuade. En absoluto, pues solo con las verosimilitudes el historiador une el hilo que encuentra roto, y solo con la imaginación el novelista anuda el suyo. Ahora bien, quien dicta las verosimilitudes no es de ninguna manera el fruto de la imaginación; el trabajo al que el escritor se abandona es entonces el resultado, no del extravió del espíritu, sino de su precisión, y esta diferencia es enorme.
               No tememos repetir que es preciso que los hechos de la historia se purifiquen en la noche de los tiempos; si ven la luz en la época en que sucedieron no serán nunca fieles; el que escribe la historia de un siglo en el mismo siglo en que sucedieron los acontecimientos que explica, tiene necesariamente, las virtudes o los vicios de su siglo, y entonces nos relate la propia historia de su corazón en lugar de las de sus héroes; pinta a estos como el querría que fuesen, o como teme que no sean, y se establece necesariamente una parcialidad. Todo cuanto se escribe a la mayor distancia posible tiene más crédito y certeza: enfriados por el hielo de los siglos, los hechos adquieren entonces esa madurez, esa sabiduría que es únicamente el fruto de la vejez: ¿vemos hoy las ingnominas, los crímenes, a los Tiberios y a los Nerones con los mismos ojos como nos los transmitieron aquellos a quienes motivos particulares obligaban a describirlos bajo los más negros tintes? Tácito ante su elevación a Vespasiano estaba muy seguro de halagarle poniendo sus virtudes en oposición con las atrocidades de los que acababan de reinar; parecía decir a su protector: eres mucho más importante que tus predecesores; ¿y no era para que el contraste fuese aun más perfecto que les ennergrecía de tal manera?
               Suetonio para cometer las mismas faltas tuvo más o menos las mismas razones. Y los excelsos hechos de los Alejandros, de los Tamerlanes, de los Carlos XII, incluso ese siglo más cercano, ese siglo aufusto de Luis XIV, ¿nos deslumbra hoy todos esos como entonces…?!Qué diferencia¡
               ¿Pero se dirá un día lo mismo de nosotros…? No, porque los que nosotros reprochamos a esos historiadores es haber visto como lo hicieron, sólo porque estaban demasiado cerca de los tiempos de los que escribían la historia, mientras que nosotros revelamos únicamente los hechos que hemos descubierto, porque los que vivían entonces no los habían visto ni quizá habían podido verlos.
               El siglo escribe, la posteridad juzga, y si quiere escribir todavía, es mucho más sincera que el contemporáneo. Pues, desligada de toda clase de interés, pesa los hechos en la balanza de la verdad, y el otro nos los transmite en la de sus pasiones…
               Pero vayamos a lo que nos interesa; ya es hora de ello. La historia del reinado del Carlos VI, uno de los más interesantes de nuestra historia, es también uno de los más descuidados; nada se ve en él, nada se aclara, no se revela ninguna cause, se mueven cantidades de resortes, sin que nadie se tome la molestia de hacernos fijar los ojos en la mano que los movía. Este descuido, si se le quiere prestar atención, acerca de tal manera a la fábula este reinado extraordinario, que pierde por completo el sublime interés que tendría que inspirar. Mil invectivas se lanzan contra la reina Isabel sin que apenas molesten en decirnos por qué título esta mujer sorprendente podía merecerlas. Lo poco que se conocía de ella hacía que la mirasen incluso como un personaje episódico, y esto, en una historia en la que únicamente ella desempeña el primer papel: se contentan con insultarla, con tratarla a la vez de malvada, de incestuosa, de inmoral, de adúltera, de madrastra, de vengadora, de envenenadora, de infanticida, etc., casi sin indicios y sin pruebas. Se ve que los que escribieron sobre este reinado, siguiéndose como los corderos conducidos por el morueco, dijeron cuanto les habían dicho los otros, y escribieron cuanto habían copiado escrupulosamente en las memorias infieles o insuficientes de este siglo; y como los principales materiales de esta historia les faltaban, como los antiguos no habían podido consultar unas piezas que se les escondían con sumo cuidado, y como los modernos no las buscaban en absoluto, porque encontraban mucho mas simple transcribir que no compulsar, no tenemos de ere reino tan singular sino débiles copias calcadas sobre informar originales.
               Desde este momento, se creyó que todo estaba dicho, mientras que la verdad, es decir la cualidad más esencial de la historia, no había sido ni abordada. Era preciso, pues alcanzarla, esa verdad temible; más a fondo que los que los probaron en primer lugar, nos creímos en condiciones de hacerlo, porque teníamos bajo nuestros ojos lo que les faltaba a los otros para conseguir el fin deseado. El azar y algunos viajes literarios nos proporcionaron estos medios, uno de cuyos principales se encontraba en el interrogatorio de Bois-Bourdon, favorito de Isabel y quien, condenado a muerte por Carlos VI, reveló en los tormentos del cuestionario toda la participación de Isabel en los crímenes de este reinado. Ese documento esencial, así como el testamento del duque de Bourgogne muerto en Montereau, se depositó en los Cartujos de Dijon en cuya iglesia, la casa de Bourgogne, tenía su sepultura; fue allí donde recogimos todo cuanto necesitábamos de esos documentos importantes, que la imbécil barbarie de los vándalos del siglo XVIII lacero como los mármoles de esas antiguas tumbas cuyos fragmentos al menos se conservan aún en el museo de Dijon; pero los pergaminos fueron quemados.
               Con respecto a otros documentos auténticos que sirven de apoyo a los relatos de este reinado, extraídos de fuentes también puras, tenemos cuidado de indicarlos a medida que los empleamos.
               A las ganas que teníamos de descubrir la verdad donde quiera que se escondiese, se unió, lo confesamos, un deseo mucho más delicado aún, el de disculpar, si era posible, a una mujer tan interesante como Isabel, tanto por las gracias de su persona, como por la fuerza de su espíritu y la majestad de sus títulos; de disculparla, decimos, si eso podría hacerse, de los reproches vergonzosos con que se la cargaba, y de no encontrar crímenes sino en sus delatores. Esta penosa tarea era gloriosa sin duda, y sobre todo si el éxito hubiese coronado nuestros esfuerzos; pero demasiado clarividentes por las pruebas sin numero que adquiríamos todos los días, no nos ha quedado sino compadecer a Isabel y decir la verdad; ahora bien, esa verdad es tal que se puede afirmar con razón que no corrió ni una sola gota de sangre, en este terrible reinado, que no hubiese sido derramada por ella; que no se cometió un solo crimen del que ella no fuese la causa o el objeto.
               Únicamente los historiadores son pues los culpables de habernos disfrazado la mano que movía los resortes que veían moverse, sin aclarar como acabamos de decir el verdadero agente de su dirección. Ahora bien, este agente supremo era Isabel, y las pruebas que damos de este aserto se encuentran en los documentos que citamos y en algunas probabilidades indispensablemente nacidas de la reunión de los hechos, a veces interrumpidos en estos documentos, pero que restablecen en seguida las luces de una sana critica y de una discreta verosimilitud: pues sabemos que lo verdadero no es siempre verosímil; pero es muy raro que lo verosímil no sea verdadero, o al menos no este revestido de todas las propiedades de lo verdadero. Se puede pues emplearlo en defecto de lo verdadero, pero con prudencia entonces, ya lo sabemos, y la nuestra es tal sobre ese punto que no la hemos usado nunca sino en el taro en que era absolutamente imposible que la cosa pudiera ser de otra manera, porque la que la había precedido estaba en una dirección, que era absolutamente preciso que la que derivaba de esta primera tuviese una tendencia inevitablemente análoga.
               ¡Ay¡ ¡Cuántas verdades mucho más esenciales para la felicidad de la vida sólo cuentan con la verosimilitud! Ahora bien, si la verosimilitud, en defecto de títulos, puede captar nuestro asentimiento en lo que la vida tiene de más serio, ¿por qué no tendría los mismos derechos cuando se trata de sucesos únicamente útiles para nuestra instrucción.
               Muchas dificultades cubrían nuestro trabajo; una de las mas penosas, sin duda, era la de encontrarnos perpetuamente entre el terror de decir demasiado o el de no decir bastante. Necesariamente hubiésemos perecido contra los escollos, sin el extremo deseo de vencerlo todo, para que otros compartiesen la sorpresa indecible que sentíamos, al descubrir tramas tan bien urdidas, y a su lado, la increíble apatía de aquellos que ni se habían dignado a darse cuenta de ello… ¿Cómo puede ser uno tan poco celoso de su propia reputación? ¿Cómo no se teme más la vergüenza de engañar a los otros?
               ¿Había algo más lamentable, por ejemplo, que no continuar consecutivamente la intriga de la reina con el duque de Bourgogne, desde el momento en que se rompen los lazos que la encadenaban al duque de Orléans? ¡Qué, señores recopiladores, nos ofrecéis, cien páginas después, Isabel como la más ardiente amiga del duque de Bourgogne, desde que perdió al de Orléans. ¿Y no os atrevéis a decir ni los motivos que eran la continuación de esta nueva unión ni los que la establecieron? A falta de ser guiado por vosotros, es preciso que el esforzado lector se empeñe en gran manera para aclarar las verdades que no habéis tenido la valentía de decide, dictadas sin embargo, por el buen sentido, demostradas por la verosimilitud, y que no tenían incluso necesidad para convencer de as pruebas que aportamos… ¿Y llamáis a esto escribir historia…?
               Este género literario tan sagrado, porque a partir de él la posteridad juzga y se conduce, ¿os atrevéis a escribirlo con esta inconcebible pereza…? Una conducta tal, confesémoslo, deshonra de igual modo al escritor uqe se la permite, como perjudica al lector lo suficientemente bueno como para abrir sus libros con la intención de creer y que, engañado muy pronto, no los ha leído sino para extraviarse.
               Antes de terminar esta digresión, quizá debemos dar algunas excusas, por haber empleado a veces la fisionomía de la novela en la verdadera narración, sin duda alguna dejará de merecernos la acusación de novelista, por los que sin querer creer nunca cuanto dijeron nuestros padres, tratan de fantasías todo lo que añaden los hijos de esos padres…, de esos padres con frecuencia demasiado crédulos.
               Vamos a responder a estos dos reproches y de esta manera nos evitaremos volver sobre el asunto, si la acusación tenía lugar.
               Nada puede ser tratado de fabuloso en la historia que presentamos hoy, puesto que es por medio de pruebas auténticas que mostramos los hechos nuevos, de los que nadie nos había hablado aún.
               Con respecto al giro novelesco empleado a veces, si nos lo hemos permitido, es porque, en una historia tan singular como esta, hemos creído que un sabido y acertado empleo de la forma de la novela sólo podía añadir interés al que los personajes de este drama sangriento inspiran y que colocándoles en escena en una línea más cercana a nosotros, y poniendo sobre todo su dialogo en acción mejor que en relato, todo cuanto dicen resultaría mucho más conmovedor. Si a veces nos hemos permitido, pues esta licencia, se nos concederá que no hemos abusado de ella, porque sabemos muy bien que un uso demasiado frecuente de esta manera de escribir la historia perjudicaría infaliblemente su dignidad. Era preciso conocer a Isabel, y ciertamente, se la conoce mejor cuando se la hace hablar que cuando se describe fríamente lo que ella dijo.
               Con respecto a las arengas y discursos, ¿cuáles son los escritores tanto antiguos como modernos, que no las han compuesto cuando sus personajes no las pronunciaban? ¡Cuanta fuerza prestan a la verdad de los hechos¡, y quien no prefiere oír decir a Enrique IV: <<Franceses, seguir esta enseña, las veréis siempre en los campos de la gloria>>, que no el relato que hubiese podido hacer el mejor historiador asegurándonos que este buen rey había dicho que era preciso seguir su enseña para llegar a los campos de gloría.
               En general, pintamos para interesar, y no contamos, o si nos vemos obligados a contar, que sea siempre pintando. Quizá debemos decir aún unas palabras sobre la necesidad con que nos hemos encontrado con suma frecuencia de enlazar la historia de Francia en la de nuestra heroína, pero ¿no estaba Isabel demasiado íntimamente ligada a los acontecimientos de su pueblo, para que no fuese imposible ocuparse de ella, sin hablar, al menos al mismo tiempo, del siglo en que vivía? Este escollo era inevitable, y estamos lejos de temer que la historia de una reina de Francia puede enfriarse detallando los acontecimientos de un reinado en el que ella participó de una forma tan intensa. 

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