En esta película empezamos lo primero que notamos es que el invasor Zim ha estado ausente durante un largo periodo de tiempo, por lo que Dib su enemigo humano se dio a la tarea de esperar a que volviera a aparecer por lo que se quedo sentado viendo monitores para ver si aparecía.
Su hermana Gaz estaba preocupada por Dib porque llevaba mucho tiempo sin salir de su cuarto y sin bañarse, trato de ayudarlo pero en vez de ayudar a que se olvidara de Zim termino descubriendo que Zim había aparecido de repente en el cesped de su casa haciendo estiramiento por todo el tiempo que se paso en su escondite secreto.
Dib obsecionado aun con detener a Zim salio de su cuarto y fue a encontrarse con Zim para tratar de ponerle fin a su plan malebolo. Cuando llego estaba en tan mal estado que nisiquiera Zim pudo reconocerlo. Fue cuando Zim le contó que la primera fase de su plan era ocultarse en su escondite secreto (que era el baño de su casa) por un largo tiempo y hacer que Dib no se moviera porque sabía que lo estaba espiando. Al no moverse Dib perdio movilidad de su cuerpo y se termino fusionando con la silla en la que estaba sentado al punto de decir el mismo que era mas silla que persona.
El problema con Zim es que al estar tanto tiempo aletargado en su escondite secreto se termino olvidando cual era la segunda fase de su plan maestro para poder apoderarse del planeta Tierra y entregarselo a los mas altos (los lideres de la raza invasora irken a la que pertenece Zim).
Como Zim estaba presionado tratando de recordar cual era la fase dos antes de que Dib recuperara su fuerza fisica normal, tuvo que ver cuanto tiempo tenia para poder preparar el dominio total del planeta tierra antes de que el imperio Irken llegara a la Tierra. Así que le pregunto a su computadora cuanto tiempo faltaba para que la Nave madre del imperio Irken llegara a la tierra. La computadora mostró la trayectoria de la nave madre Irken la cual iba en linea recta conquistando todos los planetas que se le ponían enfrente. El problema es que el planeta Tierra no estaba en su trayectoria, y al ver esto Zim se dio cuenta de que lo habían mandado a la Tierra no para que la conquistara sino para deshacerse de el. Y que nunca volvería a ver a sus amados lideres.
Zim se deprimió y en ese momento Dib recupero su condición física ideal así que fue a detener a Zim, pero Zim no opuso resistencia, se entrego a Dib para que hiciera con el lo que pensaba hacer desde el principio, esponerlo ante la humanidad y dar a conocer la existencia de vida alienigena en la Tierra.
Zim aprovecho el evento de su papa para lograr la paz mundial usando los membrasaletes, y llevo a Zim a ese evento para presentarlo ante el mundo, pero Zim tenía otros planes, había creado una especie de ser viscoso con tecnología irken para apoderarse de la tecnología del membrasalete del Profesor Membrana y así poder crear un portar o agujero de gusano hacia la ruta que llevan los más altos y así lo vean dominar al planeta Tierra para el imperio irken.
Así que Zim lo primero que hizo fue raptar al profesor Membrana antes de que presentara al Membrasalete y se hizo pasar por un colaborador del profesor Membrana con un traje raro y empezó a entregar los membrasaletes modificados con la creatura con tecnología irken a todos los niños de la tierra y los hizo que hicieran un circulo alrededor del mundo tomandose las manos. Dib trato de detenerlos pero Zim encerro a Dib y a Gaz en su casa y puso a un clon mal hecho del profesor Membrana a cuidarlos y que se asegurara que no fueran a escapar. Gaz ya llevaba varios intentos de escape pero se dio cuenta de que era inutil que necesitaría la ayuda de Dib para poder distraer al clon mal hecho del Profesor Membrana (Clonbrana)
martes, 20 de agosto de 2019
escribir por escribir Dostoieswski
FEDOR DOSTOIESWSKI
CRIMEN Y CASTIGO
PRIMERA PARTE I
Una tarde extremadamente calurosa de principios de
julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alguilada en la
callejuela de S… y, con paso lento e indeciso, de dirigió al puente K…
Había tenido la suerte de no encontrarse con su
patrona en la escalera.
Su cartucho se hallaba bajo el tejado de un gran
edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En
cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión,
ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez
que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que
deba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos
experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le
humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad
considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera
un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde
hacia algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba
en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan
aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda
relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente
esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había
renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las
intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para
oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que
contestar con evasivas, excusas, embustes… No, más valía deslizarse por la
escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea
de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro se vio en la calle.
<<!Que me inquieten semejantes menudencias
cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! –pensó con una sonrisa extraña-.
Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja
que todo pase ante sus mismas narices… Esto es ya un axioma… Es chocante que lo
que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus
costumbres. Si, eso es lo que más los altera… ¡Pero ya es demasiado divagar!
Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hace nada es lo
que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo
mismo, de pasar días entero echando en mi rincón, pensando… Tonterías… Porque
¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer …
“eso”?¿Es que, por lo menos, lo que pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido
un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte… Un juego, sí; nada
más que un juego.>>
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la
multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por
todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no
disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la
tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor
de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada
paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y
horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones
del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una
talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y
unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en
una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente,
sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas,
cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos
instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el
cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar,
ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno
día con semejante andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente
en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de
obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro
de Petersbugo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más
chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un
desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto
ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa sido si se hubiese
encontrado con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que
procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó
nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no
se sabe a dónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos
grandes caballos, le dijo a voz en grito:
-¡Eh, tú, sombrero alemán!
Era un sombrero de capa alta, circular, descolorido
por el uso, agujerado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de
abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy
parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
-Lo sabía –murmuró en su turbación-, lo presentía.
Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo
el negocio. Si, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las
miradas. El que va vestigo con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que
sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me
distingue a una versta a la redonda. Te recordarán Esto es lo importante: se
acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista… Lo cierto es que hay que
llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles… Ahí está el quid.
Eso es lo que acaba por perderle a uno…
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto
de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos
treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba
aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria
audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios.
Ahora, transcurrido un mes empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar
de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su
irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo a llamar
<<negocio>> a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así,
la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su
agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos
los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una
de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido
en infinidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda
especie: sastres cerrajeros… Había allí cocineras, alemanes, prostitutas,
funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través
de las puertas y de los dos patios del inmueble. Los guardaban tres o cuatro
porteros, pero nuestros joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con
ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la
derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero
estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le
disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los
curiosos.
<<Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué
sería si viniese a llevar a cabo de verdad el “negocio”?>>, pensó
involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que
hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamentos
ocupado –el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.
<<Ya que este alemán se muda –se dijo el joven-,
en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto
está más que bien.>>
Llamó a la puerta de vieja. La campanilla resonó tan
débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las
campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios
semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el
tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo
recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por
la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente
desconfianza. Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que
había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó
el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras
el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era
una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos
ojos chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de
un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de
aceite. Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una
pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza,
pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El
joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los menudos ojos
recobraron su expresión de desconfianza.
Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes
–barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía
mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente
–articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél
–dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
<<Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo
advertí la otra vez>>, pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después
indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para
dejarle pasar.
-Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven
tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían
ante sus ventana, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol
poniente iluminaba la habitación.
<<Entonces –se dijo de súbito Raskolnikof-,
también, seguramente lucirá un sol como éste.>>
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para
grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de
particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá
enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador
con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin
ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en
la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla.
Todo resplandecía de limpieza.
<<Esto es obra de Lisbeth>>, pensó el
joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de
polvo en todo el departamento.
<<Sólo en las viviendas de estas perversas y
viejas viudas puede verse una limpieza semejante>>, se dijo Raskolnikof.
Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que
ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, donde
estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los
pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.
-¿Qué desea usted? –preguntó ásperamente la vieja,
que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para
mirarle frente a frente.
-Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo
dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una
cadena de acero.
-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le
presté! El plazo terminó hace tres días.
-Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga
paciencia.
-¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender
inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
-¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena
Ivanovna?
-¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no
vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un
anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo
de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
-Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
-¡Rublo y medio! –exclamó el joven.
-Si no le paree bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se
dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja
usurera era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.
-Venga el dinero –dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la
habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar,
mientras aguzaba el oído. Hacia deducciones. Oyó abrir la cómoda.
<<Sin duda, el cajón de arriba –dedujo-. Lleva
las llaves en el bolsillo derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero.
Hay una mayor que las otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es
de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de caudales. Las
llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma… ¡Ah, qué innoble es
todo esto!>>
La vieja reapareció.
-Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por
mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por
adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar
veinte kopeks para el mes que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco
kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quince
kopeks. Aquí los tiene.
-Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince
kopeks?
-Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a
la vieja y no mostraba ninguna prima por marcharse. Parecía deseoso de hacer o
decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
-Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto
otro objeto de plata… Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto
me la devuelva…
Se detuvo, turbado.
-Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
Entonces, adiós… ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No
está nunca su hermana con usted? –preguntó en el tono más indiferente que le
fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.
-¿A usted qué le importa?
-No lo he dicho con ninguna intención… Usted en
seguida… Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación
creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas
emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
-¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es
posible que yo…? No, todo ha sido una necedad, un absurdo –afirmó resueltamente-.
¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me cría tan
miserable. Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de
estar todo un mes pen…!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastan para expresar
su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba
cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No
sabía cómo librarse de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como
embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que
estuvo en otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una
taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y
conducía al establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos.
Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Raskolnikof baó
la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces
la cabeza le daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber
cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al
hambre su estado. Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió
un vaso con avidez.
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio.
Sus ideas parecieron aclararse.
<<Todo esto son necedades –se dijo,
reconfortado-. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico,
sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el
espíritu, y pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta
nimiedad!>>
Sin
embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre
que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con una mirada
amistosa a las personas que le rodeaba. Pero en lo más hondo de su ser
presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfermizo
y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos con que
se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre
ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó
en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de
ellos era un individuo algo embragado, un pequeño burgués a juzgar por su
apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza.
Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba
en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño,
abría los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin
levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla,
haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer…
Duran…te un año entero a…ca…ricié a mi mu…jer.
O:
En la Podiatcheskai
me he vuelto a encontrar con mi antigua…
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor.
Su taciturno compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto
desconfiado y caso hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un
funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez
en cuando a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este
hombre parecía presa de cierta agitación interna.
Raskolnikof no estaba acostumbrado
al trato con la gente y, como ya hemos dicho últimamente incluso huía de sus
semejantes.
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