jueves, 15 de agosto de 2019

Escribir por escribir (Aristóteles Política)

Aristóteles
Política
Indice y Sumario
Política

Libro Primer

De la Sociedad Civil.- De la Esclavitud.

De la Propiedad.- Del poder Doméstico.

Capítulo I.- Origen del Estado y de la sociedad
               La sociedad es un hecho natural.- Elementos de la familia; el marido y la mujer, el señor y el esclavo.- El pueblo se forma mediante la asociación de familiar.- El Estado se forma mediante la asociación de pueblos: es el fin de todas las demás asociaciones; el hombre es un ser esencialmente sociable.- Superioridad del Estado sobre los individuos; necesidad de la justicia social.
               Capítulo II.- De la Esclavitud.
               Opiniones diversas en pro y en contra de la esclavitud: opinión de Aristóteles; necesidad de instrumentos sociales; necesidad y utilidad del poder y de la obediencia.- La superioridad y la inferioridad naturales determinan la existencia de los señores y de los esclavos; la esclavitud natural es necesaria, justa y útil; el derecho de la guerra no puede fundar la esclavitud.- Ciencia del señor; ciencia del esclavo.
               Capítulo III.- De la adquisición de los bienes.
               De la propiedad natural y de la artificial.- Teoría de la adquisición de los bienes; la adquisición de los bienes no afecta directamente a la economía doméstica, que emplea los bienes, pero no los crea. Diversos modos de adquirir: la agricultura, el pastoreo, la caza, la pesca, la piratería, etc. Todos estos modos constituyen la adquisición natural.- El comercio es un modo de adquisición que no es natural; doble valor de las cosas, uso y cambio; necesidad y utilidad de la moneda: la venta; codicia insaciable del comercio; reprobación de la usura.
               Capítulo IV.- Consideración práctica sobre la adquisición de los bienes.
               Riqueza natural, riqueza artificial; explotación de los bosques y de las minas como una tercera especie de riqueza.- Autores que han escrito sobre estas materias: Cares de Paros y Apolodoro de Lemnos.- Especulaciones ingeniosas y seguras para adquirir fortuna: especulación de Tales; monopolios utilizados por los particulares y por los Estados.
               Capítulo V.- Del Poder Doméstico
               Relaciones del marido a la mujer y del padre a los hijos.- Virtudes particulares y generales del esclavo, de la mujer y del hijo. Diferencia profunda entre el hombre y la mujer: error de Sócrates: trabajos estimables de Gorgias-Cualidades del obrero. Importancia de la educación de las mujeres y de los hijos.
               Libro Segundo.
               Examen Crítico de las Teorías Anteriores y de las Principales Constituciones.
Capitulo I.- Examen de la República, de Platón
               Crítica de sus teorías sobre la comunidad de las mujeres y de los hijos –La unidad política, tal como la concibe Platón, es una quimera, y destruiría el Estado, lejos de fortificarle.- Indiferencia que ordinariamente tienen los asociados respecto dulas propiedades comunes; imposibilidad de ocultar a los ciudadanos los lazos de familia que los unen; peligros de ignorarlos; crímenes contra naturaleza; indiferencia de unos ciudadanos para con otros. Condenación absoluta de este sistema.
               Capítulo II.- Continuación del Examen de la República, de Platón
               Crítica de sus teorías sobre la comunidad de bienes; dificultades generales que nacen de la mancumunidad, cualquiera que ella sea. La benevolencia recíproca de los ciudadanos puede, hasta cierto punto, reemplazar la mancomunidad, y vale más que ella; importancia del sentimiento de propiedad; el sistema de Platón sólo tiene una apariencia seductora; es impracticable, y no tiene las ventajas que su autor dice.- Observaciones críticas sobre la posición excepcional de los guerreros y sobre la perpetuidad de las magistraturas.
               Capítulo III.- Examen del Tratado de las Leyes, de Platón
               Relaciones y diferencias entre las Leyes y la República. Observaciones críticas: el número de guerreros es excesivo, y no se toma en cuenta para nada la guerra exterior; falta de claridad y de precisión en lo relativo a los límites de la propiedad; olvido en lo concerniente al número de hijos; no se advierte en Fedón este vació; el carácter general de la constitución propuesta en las Leyes es, sobre todo, oligárquico, como lo prueba el modo de elección para los magistrados.
               Capitulo IV.- Examen de la Constitución Propiesta por Faleas de Calcedonia
               De Igualdad de bienes; importancia de esa ley política; la igualdad de los bienes lleva consigo la igualdad de educación; insuficiencia de este principio.- Faleas nada ha dicho de las relaciones de su ciudad con los Estados vecinos: es preciso extender la igualdad de bienes hasta los muebles, y no limitarla a los bienes raíces. Disposición de Faleas sobre los artesanos.
               Capitulo V.- Examen de la Constitución ideada por Hipódamo de Mileto
               Análisis de esta constitución; división de las propiedades; tribunal supremo de apelación; recompensa a los inventores de descubrimientos políticos; educación de los huérfanos de los guerreros.- Crítica de la división de las clases y de la propiedad; crítica del sistema propuesto por Hipódamo respecto al tribunal de apelación: cuestión relatica a las innovaciones en materia política; es conveniente dejar de hacer innovaciones, para no debilidad el respeto debido a la ley.
               Capítulo VI.- Examen de la contitución de Lacedemonia
               Crítica de la organización de la esclavitud en Esparta; vacío de la legislación lacedominiana respecto a las mujeres.- Desproporción enorme de las propiedades territoriales causada por la impresión de legislador; consecuencias fatales.- Defectos en la institución de los éforos; defectos en la institución del Senado; defectos en la institución del reinado.- Organización viciosa de las comidas comunes.- Los almirantes tienen demasiado poder.- Esparta, según Platón, sólo ha desarrollado la virtud guerrera. Organización defectuosa de las rentas públicas.
               Capítulo VII.- Examen de la Constitución de Creta
               Sus relaciones con la constitución de Lacedomonia; admirable posición de Creta; siervos. Cosmos, Senado; la organización de las comidas públicas y comunes es mejor en Creta que en Esparta. Costumbres viciosas de los cretenses autorizadas por el legislador; desórdenes monstruosos del gobierno cretense.
               Capitulo VIII.- Examen de la Constitución de Cartago
               Su mérito probado por la tranquilidad interior que ha disfrutado y la estabilidad del Estado; analogías entre la constitución de Cartago y la de Esparta.- Defectos de la constitución cartaginesa; demasiado poder de las magistraturas; estimación exagerada de la riqueza; acumulación de empleos; la constitución cartaginesa no es bastante fuerte para que el Estado pueda soportar un contratiempo.
               Capitulo IX.- Consideraciones acerca de varios legisladores
               Solón: verdadero espíritu de sus reformas.- Zaleuco, Carondas, Ono mácrito; Filolao, legislador de Tebas; ley de Carondas contra los testigos falsos; Dracón, Pítaco, Andródamas. 

Escribir por escribir 4

>>Isabel que veía con tanta satisfacción como sorpresa estas maravillas del tiempo, se detuvo algo más todavía a considerar el nuevo espectáculo que el tribual de París ofreció a sus ojos: era una fortaleza de madera, en cuyas almenas se encontraban hombres de armas en facción. Sobre el castillo aparecía un lecho dispuesto donde yacía “Madame Sainte Anne”: era, decían, el símbolo del lecho de la justicia; el decorador tenía prevista sin dude la divina posteridad de la Santa; a cierta distancia había imaginado un bosque de donde se vio salir corriendo a un ciervo blanco que se dirigió al lecho de la justicia, un león y un águila, que salieron del mismo bosque, fueron a atacarle: en ese mismo instante doce doncellas con la espada en la mano se dispusieron a defender el lecho de la justicia y al ciervo. Carlos había adoptado por emblema la figura de este animal. Un hombre escondido dirigía con la ayuda de un resorte los movimientos del ciervo, que cogió una espada con la que agitaba el aire; parecía amenazador y miraba a todas partes con los ojos inflamados.
               >>A eso se limitaba la destreza de los maquinistas de este siglo.
               >>La reina se disponía a entrar en el “Pont au Change”, cuando un acróbata descendió con rapidez por una cuerda tendida desde lo alto de las torres de Notre-Dame hasta el puente. Como ya era tarde, sostenía en cada mano una antorcha encendida.
               >>El rey tuvo la curiosidad de asistir a todos esos espectáculos, y montó a ese efecto en la grupa del caballo de Savoisi, uno de sus chambelanes, arriesgándose a ser golpeado y expulsado por los agentes de la policía. Esta aventura fue el tema de las bromas de la noche.
               >>El obispo de París recibió a la reina a la entrada de la catedral; ésta realizó sus ofrendas que consistían en cuatro piezas de tela de oro, a las que añadió la corona que había recibido al entrar; en seguida le pusieron otra.
               >>Al día siguiente tuvo lugar la ceremonia de la coronación en la capilla santa del palacio. Isabel se dirigió a la iglesia, con la corona en la cabeza y los cabellos flotando. Toda la corte comió en el gran salón del palacio.
               >>Durante el festín, se representó ante los convidados el sitio de Troya; se llamaban entremeses a esa clase de representaciones. Los centros de orfebrería adornados con figuras con los que adornamos nuestras mesas nos recuerdan estos usos antiguos, reducidos a proporciones más agradables y menos embarazosas. Los días siguientes transcurrieron entre bailes y torneos precedidos y seguidos de festines espléndidos. Al final de una comida que el rey ofrecía a las damas en el salón del palacio, entraron dos jóvenes señores, armados completamente; les divirtieron con un combate en el que numerosos caballeros tomaron parte, uniéndose a los dos campeones.
               >>Cuarenta de los principales burgueses encargados de traer al monarca los presentes de la ciudad, fueron a ofrecerle en el palacio Saint-Paul, cuatro recipientes, seis palanganas y seis platos de oro; Carlos los recibió y les dijo: “Muchas gracias, buenas gentes, son hermosos y valiosos”.
               >>Los presentes destinados a la reina, llevados hasta la habitación de esta princesa por dos hombres disfrazados, uno de oso, el otro de unicornio, era una nave de oro, dos frascos grandes, dos platillos de servir la gragea, dos saleros, seis recipientes, seis palanganas del mismo metal y dos platillos de plata. Dos hombres ennegrecidos y disfrazados de moros trajeron la vajilla, igualmente presentada a la duquesa de Orléans; estos presentes costaron a la ciudad sesenta mil coronas de oro.
               >>Los Parisienses conservaban la esperanza de obtener por medio de estas demostraciones de celo algunas disminuciones de impuestos; pero sus esperanzas se desvanecieron con la partida de la corte. Los impuestos se aumentaron; un cambio de moneda acrecentó su descontento; el curso del dinero antiguo se prohibió bajo pena de muerte; y como estos cambios abarcan hasta las monedas de menor valor, llamadas “petits blancs”, el pueblo sufrió mucho y se quejó más aún.>>
               Apenas estas importantes ocupaciones estuvieron terminadas el rey partió hacia Avignon con el deseo de ver al papa Urbano que por aquel entonces habitaba allí. Deseoso de volar con sus propias alas, no quiso permitir de ninguna manera que sus tíos le acompañasen en su viaje que proyectaba al mismo tiempo por sus provincial meridionales, por medio de que perjudicasen las intenciones que había concebido y de las que una de las principales era verificar cuales podían ser en Languedoc los motivos de las quejas levantadas contra el duque de Berri que entonces mandaba allí y que había ocasionado Belisac, secretario del duque. Más de cuarenta mil familias desoladas huyeron de esta provincia para refugiarse en España, a donde llevaron su bienestar y su industria… Había llegado el momento de remedia tales abusos. Belisac torturado confesó unos delitos, tales, que le merecían la última pena. Este secretario, en esta desgraciada circunstancia, no tuvo otra ocurrencia mejor para escapar del peligro que le amenazaba que la de tentar a la reina, que había acompañado al rey, ofreciéndole una suma inmensa.
               Con una mujer como Isabel el medio era infalible; hubiese vendido Francia entera por la mitad de lo que le ofrecían. Desde este momento, se las apaño con el duque de Berri, quien para agradecerle su intervención, le remitió por su parte sumas por lo menos tan elevadas como las dadas por Belisac. Se convino desde entonces en este pequeño comité que Belisac haría unas declaraciones falsas y totalmente opuestas a las depredaciones de que se le acusaba, pero como el rey quería que sirviese de ejemplo, puesto que se ponía al abrigo de los crímenes que le eran imputados legítimamente, era preciso al menos encontrarle otros; se decidió que le acusarían de ateísmo; lo que, en estos tiempos de tinieblas y de superstición, le conduciría igualmente al patíbulo, sin embargo, con muchos más medios con que obtener gratis, puesto que sólo dependía ya de la justicia eclesiástica, de cuyas manos era casi seguro sacarle por el inmenso crédito que tenía el duque de Berri con el papa. Pero de esta manera se le perdió más fácilmente; el rey, furioso por un subtertugio que iba a devolver a la sociedad a mi culpable del que era tan necesario liberarla, obstaculizó todos estos medios escapatorios y Belisac fue condenado a la hoguera. Al subir al cadalso, quiso retractarse del crimen de ateísmo por el que se encendían las hogueras, y confesar el del peculado, el único que pudo imputársele y del que creía firmemente que le salvaría Isabel ante el terror de verse comprometida por las confesiones que podía hacer. Pero la reina hábil como el hombre que podía perderla empleó todo su crédito para apresurar el juicio, y el desgraciado Belisac tuvo que pagar a la vez, con la muerte más cruel, su desacertada seducción y el crimen que la había motivado.
               Estos eran los comienzos de Isabel; eso era lo que ejecutaba en la feliz edad en que la naturaleza parece colocar sólo en nuestras almas el candor y la afabilidad.
               ¿Se sorprenderán por lo que siguió?
               El condestable de Clisson había influido prodigiosamente tanto en la revelación de las conclusiones del duque de Berri como en el proceso de Belisac: Isabel que no lo ignoraba, desde este momento empezó a odiarle. Pudo querer la pronta ejecución del secretario, mientras temía sus confesiones; pero desde que Belisac la pagó bien, ya no había deseado su muerte, y tenía que odiar, pues, al que la ponía a la vez en la imposibilidad de recibir ya nada más de su cómplice y que le hacía temer sus indiscreciones, así fue que no perdonó jamás al condestable. El duque de Berri compartía este resentimiento: será necesario acordarse de esta particularidad, cuando se verá que Clisson se convierte en la victima de estos odios, cuyos gérmenes se encontraban también en el alma del duque de Bretagne que, como se vio, se había vengado ya del condestable, enemigo capital de los ingleses que protegía tanto Carlos de Blois.
               Las declaraciones de Bois-Bourdon a las que nos vemos obligados a recurrir con frecuencia, para establecer la verdad de los hechos que contamos desmienten formalmente aquí a los historiadores que nos dicen que la reina no realizó el viaje por el Languedoc; las pruebas que dan de ello consisten en una preendida apuesta hecha entre el rey y el duque de Orléans cuyo fin era saber quien ale los dos llegaría más pronto de Montpellier a Paris, tiara reunirse con sus mujeres; la apuesta pude existir, pero el rey no podía tener por motivo el deseo de ver a su mujer, puesto que no se había separado de ella. Cuando parecidos errores esparcen tanta oscuridad sobre las verdades históricas, ¿cómo puede permitírseles?
               Isabel que acababa de sentir hasta qué punto la presencia del rey la molestaba para exacciones parecidas a las que había hecho, con el fin de encontrarse más a gusto, y sobre todo mucho menos observaba, proyectó alejar a su esposo incitándole a emprender algunas empresas lejanas que le permitiesen reinar sola por completo.
               -Señor – le dijo un día- vuestro gusto y vuestro talento para las armas languidecen en una imperdonable ocisidad; vuestros generales y vuestros soldados se enervan en el seno de la indolencia, y yo veo desde aquí que la blandura borra con sus dedos flexibles las páginas de la historia de un reino que vos podríais hacer más glorioso. Si el más hermoso y el más noble de los proyectos fracasó con san Luis, vuestra majestad conoce las causas: más ocupados de su ambición y del deseo de conseguir reinos, los héroes de las cruzadas sacrificaron a una gloria muy culpable de la religión; os corresponde reparar esta falta, Señor. Todos vuestros guerreros arden en deseos de seguiros en una expedición tan piadosa. Volad a su cabeza a liberar el sepulcro del Redentor de los hombres; apresuraos a arrancar de las manos de estos infieles, cuya sola presencia mancilla este monumento sagrado de la más respetable de las religiones. El cielo bendecirá la empresa, y estos laureles que por mi voz os invita a coger, formarán la corona celestial que depositaréis un día a los pies del trono de Dios. Me quedaré gobernando vuestro reino, y mis cuidados se partirán entre los que me impondrán los deberes que me habréis confiado, y las ardientes plegarias que dirigiré cada día al cielo para el éxito de una conquista tan digna de vuestro coraje y vuestras virtudes.
               Isabel conocía bastante el espíritu supersticioso de su esposo para esperarlo todo de esta efervescencia.
               -¡Oh, sí, sí! –respondió el rey con entusiasmo- sí, querida esposa, soy digno de reparar las faltas de mis antepasados; vuestra voz celestes acaba de producir en mí la misma impresión que sintió Moisés en el monte de Horeb al recibir de Dios, que se le apareció en la zarza ardiendo, la orden de liberar a sus hermanos del yugo vergonzoso del Faraón.
               Carlos lleno de ardor lo dispuso todo; y esta nueva extravagancia iba a ejecutarse, si no se hubiese observado en el consejo muy razonablemente que era preferible trabajar en la reunión de la iglesia, por aquel entonces dividida por un cisma, que partir a la conquista de un sepulcro.
               Las resoluciones cambiaron; pero Carlos quiso al menos dirigirse a Italia para obligar a los romanos a someterse a la obediencia del papa Clemente.
               En cuanto a Isabel, se consoló al ver fracasar sus primeros planes: en primer lugar por la substracción de las sumas ya retiradas para la expedición de Palestina, que prometió al rey guardar en el caso de que el proyecto se renovase; después por las que, mucho más considerables que las primeras, recibió del papa para fortalecer las nuevas resoluciones que el rey acababa de adoptar.
               Una vez decidida la guerra de Italia, se levantó el cuadro de las tropas de destinadas a pasar los montes. El rey tenía que conducir cuatro mil lanzas; los duques de Bourgogne y de Berri dos mil lanzas cada uno; el duque de Bourbon mil; el condestable dos mil; y mil tenía en fin que partir bajo las órdenes de Couci y de Paul.
               Carlos alentó al duque de Bretagne a que le siguiera; pero éste no hizo ningún caso de una proposición que sus propios intereses le impedían acoger, y que era tan fuera de lugar como inútil.
               El duque de Orléans se quedaba, y puede juzgarse hasta que punto Isabel se regocijaba con este arreglo.
               <<Deja allá estos laureles bendecidos –decía a su amante- unos mirtos más dichosos lo esperan en mi seno. Los intereses de la religión son más sublimes que los del amor, estoy conforme, pero son lo bastante fuertes como para sostenerse por sí mismos: apoyemos los nuestros sólo, no conozco otros más sagrados.>>
               Los políticos pudieron observar desde entonces que se formaban dos partidos muy marcados en la corte. A la cabeza de uno estaba la reina, que sólo deseaba, como acabamos de ver, el alejamiento del rey, a fin de aumentar con esto su tesoro y su fuerza.  A la cabeza del otro se encontraban los duques de Bourgogne y de Berri, poco peligrosos para Isabel quien, siempre apoyada por el dique de Orléans, estaba segura de aprovechar la ausencia del rey si se alejaba, y de engañarle si se quedaba.
               De esta escisión resultó que en lugar de gozar apaciblemente de la paz general, cada uno pensó únicamente en fomentar guerras internas para enriquecerse a expensas unos de otros en las perturbaciones que acarrearían.
               El condestable, buen servidor del rey, y por consiguiente gran enemigo de Isabel, no podía conseguir que el duque de Bretagne observase sus compromisos; éste, muy inglés de espíritu y de corazón se encontraba unido al partido de la reina que estaba en buenas relaciones con los enemigos de su reino, cuyos cofres se abrían siempre para ella, sea porque necesitasesn guerras, sea porque las temiesen.
               Se enviaron a Rennes unos diputados que se dieron cuenta muy pronto de que el duque les engañaba, y obraba como un hombre seguro de que en acontecimiento muy cercano le libraría muy pronto de sus deberes.
               Es necesario observar que en esta época la mala pasada que había hecho el duque al condestable había tenido ya lugar, y que este príncipe subía los impuestos para devolver el rescate que había recibido del condestable.
               El marqués de Craon, del que ya hemos hablado, y de cuya inmoralidad es preciso acordarse, desempeñaba un importante papel en la corte. Amigo y confidente de los amores del duque de Orléans y de la reina, ocupaba al lado de este príncipe el mismo cargo de confianza que Bois-Bourdon al de su soberana: únicamente ellos eran los poseedores del gran secreto de esta intriga. El marqués de Craon era pariente del duque de Bretagne, gran enemigo del condestable: esta reunión de circunstancias le adhería al partido de Isabel, y fue por mediación suya que la reina aseguró al duque de Bretagne el calor con que le sostendría en todos los tiempos. A pesar de todos esos motivos para estar profundamente unido a los intereses de los dos amantes, Craon traicionó la confianza que tenía en él. Hizo a Valentina de Milán algunas revelaciones indiscretas, sin pensar que caía él mismo en las trampas que tendía a los otros. Esto requiere algunas aclaraciones.
               Existía entre el duque, Isabel y la duquesa de Orléans una culpable asociación que, por horrible que fuese, preservaba sin embargo, al de Orléans y a la reina de todos los peligros de la indiscreción. Carlos tuvo la misma debilidad que el duque de Orléans: éste amaba a la mujer de su hermano y Carlos amaba a su cuñada. Desde este momento, Isabel cedió de buena gana a su esposo a Valentina, con la condición de que ésta le cedería el suyo. Todo iba sobre ruedas, y Carlos, sin sospechar un pacto que le hubiese enfurecido, estaba contento sin embargo, del precio al que sus enemigos le cobraban su felicidad.
               Las indiscreciones del marqués no estorbaron, pues nada, se sabía lo que tenía que decir; pero le valieron la completa enemistad de Isabel y por contrapartida la de los otros dos. Se resolvió la venganza y unos pretextos se presentaron fácilmente; la conducta de Craon proveía muchos. El imprudente marqués cayó en desgracia. Encargado, como hemos dicho, de algunas negociaciones de parte de la reina, con el duque de Bretagne, fue en sus estados donde corrió en busca de asilo. Prevenido el duque se guardó muy bien de aclarar nada a Craon; pero encontrándole muy propicio para servir a su venganza del condestable, le persuadió del que sólo a Clisson debía sus desgracias; el marqués le creyó; se sabrá muy pronto lo que resultó de ello.
               Por lo demás, nada tan hábil como el cambio que el duque en esta ocasión supo dar al desgraciado Craon; pues armaba por este medio, uno contra otro, a dos poderosos enemigos de la reina, del duque de Orléans y de él mismo. Existen pocos políticos más sombríos y más flexibles, puesto que el duque se cuidaría con esto de reconciliar, cuando quisiese, a Craon con la reina, y de conservar así un agente siempre seguro de su comprensión con esta princesa. Por lo demás, era probable que ésta perdonase al marqués, puesto que de hecho, no había estropeado nada con sus indiscreciones y que había servido de mucho, armándose, como va a verse, contra Clisson mucho más peligroso que él.
               Todo lo que acabo de decir se preparaba en Tours., en una entrevista convocada entre el duque de Bretagne y el rey, y a la que Isabel, presurosa por ver al duque, no había faltado.
               Allí, el condestable apareció con una suntuosidad por lo menos parecida al aparato verdaderamente insolente que desplegó el duque de Bretagne. La reina, mediadora de esta entrevista, servía a la perfección a un príncipe de que creía tener tanta necesidad para los proyectos ambiciosos que alimentaba desde hacía tiempo.
               Allí el duque la reconcilió con Craon, allí Isabel acordó el matrimonio del duque de Bretagne con una de sus hijas, y se concertó esa pérfida alianza cuyo único fin era dar a Inglaterra un lustro más, aliando a Francia un príncipe que servía tan bien a sus enemigos. Una vez cimentados estos lazos. Cada cual regresó a sus estados.
               Tan pronto como el duque de Bretagne se encontró en Rennes y siempre por las instigaciones de Isabel, sólo pensó en romper todas las promesas ilusorias que había hecho a su soberano.
               Al regreso de este viaje el rey comenzó a sentir los primeros síntomas de manía. Con otros medios que los que se usaron, quizá se hubiesen prevenido las consecuencias de este accidente; pero como desgraciadamente se tenían muy pocas ganas de lograr esta curación, que unos motivos fáciles de adivinar tenía más bien que retardar en vez de avanzar, sólo se emplearon fiestas y placeres, medio muy insuficiente y que usaban únicamente aquellos que ganaban con fomentar las turbaciones que tenían que resultar necesariamente de un accidente tan funesto.
               Se sospechó largo tiempo que la reina había empleado unos polvos para respirar o para tragar que le habían sido proveídos por unos monjes italianos, que se hicieron venir a costa de grandes gastos. Es cierto que se observó desde este momento que las crisis crecían o decrecían en razón de la necesidad que Isabel tenía del delirio o de la razón de su esposo.
               ¿Pero puede producirse este singular efecto en las facultades intelectuales del hombre?
               Si las causas de esta enfermedad son lo bastante conocidas para que pueda curarse, seguramente puede ser provocada; y si ciertos venenos son capares de alcanzar las facultades físicas. ¿Por qué unos venenos de orden diferente no alterarían sus facultades morales? ¿Son éstas de una clase diferente de las otras y no está demostrado ahora que la unión de unas y otras facultades es demasiado íntima para que lo que emana de unas no sea una continuación constante de lo que es producido por las otras? ¿No alteran el alma todas las enfermedades del hombre? ¿Y cómo la afectarían sin su intima unión con el cuerpo? ¿Las facultades intelectuales, en una palabra, son diferentes de las facultades materiales? ¿El cerebro del hombre lesionado por los accidentes de la locura no puede, como la membrana velluda de su estómago, ser corroído por un veneno cualquiera? ¿Y si el acto desorganizador es en el fondo el mismo y sólo difiere por la naturaleza del veneno empleado, quien nos dirá que las búsquedas de la botánica no tienen que proporcionar lo que puede alterar uno, como lo que puede desbaratar lo otro? Una única diferencia nos detiene: ¿Nos equivocaremos en la premisa mayor y en este caso todas las consecuencias serán falsas? ¿Es cierto asimismo que las facultades morales son iguales a las facultades físicas? Esta duda nos conduciría a unos siglos de tinieblas felizmente disipadas para nosotros; no temamos, pues equivocarnos con respecto a este hecho. La locura que ataca las facultades morales sólo las turba porque son físicas; sólo las desbarata por la razón de que todo lo que ataca lo moral lesiona infaliblemente lo físico y viceversa, y la locura como es una enfermedad que ataca a la vez el alma y el cuerpo puede darse, como puede curarse, o para expresarse mejor todavía, darse, puesto que se cura.
               Por lo demás, lo que exponemos aquí sólo es el resultado de cuanto dijeron los monjes que vendieron estos venenos- pero no respondemos en absoluto de sus afirmaciones, estamos igualmente muy lejos de poder indicar las plantas que empleaba, y ciertamente si este poder estuviese en nuestras manos, nos guardaríamos muy bien de revelar un secreto de tal naturaleza.
               Algunos artículos de las confesiones de Bois-Bourbon apoyan nuestras conjeturas; pero dejamos a nuestros lectores la facultad de pensar lo que quieran al respecto. Quizá tendremos ocasión de responder más abajo a algunas objeciones levantadas contra este artículo, muy importante sin duda en la historia que contamos. Limitémonos ahora al simple papel de narrador.
               Es cierto, a pesar de lo que pudiera pasar, que en lugar de calmar a su esposo, la reina hacía todo lo que podía para excitarle más. Por aquel entonces instituyó en Vincennes era indecente <<corte amorosa>> organizada como las cortes soberanas, y donde se encontraban absolutamente todos los mismos oficiales revestidos con los mismos títulos. Pero lo que sorprendió más a los verdaderos amigos de la moral, es que había entre los miembros de esta escandalosa asociación, no sólo los más grandes señores de la corte, sino incluso doctores en tecnología, importantes vicarios, capellanes, cures, canónigos, conjunto verdaderamente monstruoso y que, dicen los historiadores contemporáneos, caracterizaba la depravación de este burdo siglo, <<en que se ignoraba el arte tan fácil de ser vicioso al menos con decencia>>. Esta reflexión es muy poco moral: pues, que el vicio esté escondido, o que se manifieste, ¿no es igualmente peligroso…?, ¿no lo es incluso más cuando puede confundírsele con la virtud?
               Quizá desearían que trazásemo aquí algunos detalles de las reuniones de las que acabamos de hablar, lo haríamos sin duda si no nos hubiéramos prohibido severamente todo cuanto puede herir la decencia. Que se contenten con saber que la <<corte amorosa>> de Isabel, templo impuro dónde sólo se alababan los extravíos del sentimiento más delicado, estaba muy lejos de parecerse a las <<cortes de amor>> de Avignon presididas por Laura y cantadas por Petrarca, donde sólo se practicaban las virtudes del dios que se ultrajaba en Vincennes.
               Sin embargo, las fiestas no conseguían que se descuidasen las intrigas: el tiempo que se concede a las primeras es casi siempre aquel en que se urden mejor las segundas. Fue solamente entonces cuando el duque de Touraine obtuvo del rey ducado de Orléans, cuyo nombre llevó siempre a continuación, que para la comprensión más perfecta de esta historia, le hicimos adoptar, quizá, demasiado pronto.
               En esta época igualmente Craon consumó contra el condestable el crimen que dejamos presentir ya, con el fin de conocer de antemano las razones que determinaron esta execración, debida si se quiere a la barbarie, a la depravación del siglo, pero que nunca bajo ninguna excusa tenía que haber manchado la mano de un gentil hombre francés.
               Craon, desde hacía mucho tiempo, reunían en su palacio, en secreto, armas de toda especie. Algunos días antes de la ejecución de lo que proyectaba, cuarenta facinerosos se introdujeron allí con el mismo misterio; casi todos eran bretones.
               <<Amigos míos –les dijo la víspera-, se trata ahora de vengar a vuestro príncipe, conocéis las faltas del condestable de Clisson con respecto al duque de Bretagne. En posesión de sus secretos, los traicionó todos, y creyendo que la verdad no lograrían aún perder a Carlos de Blois en el espíritu del rey de Francia, unió a ella la calumnia más insigne: se atrevió a decir que vuestro soberano negociaba una culpable alianza con los ingleses contra Carlos VI, mentira atroz que no tenía otro fin sino empujar al monarca a declarar la guerra a Bretagne, y todo esto con la única intención de vengarse del duque, que lo describió al rey como merecía; tratando sobre todo de desvelar la pérfida ambición que le empujaba a llevar la guerra a Bretagne sólo para encontrar medios con que ilustrarse. Si el duque de Bourgogne hubiese continuado en el gobierno de Francia nunca Clisson, nunca este hombre pérfido hubiese conseguido adquirir una consideraciój que el rey sólo le concede porque no le conoce. En una palabra, Clisson estaba perdido, sin la humanidad del duque de Bretagne, que sólo consintió en soltarle por medio de un rescate que su mala fe no pagó nunca. Carlos de Bretagne era el dueño de su vida, se la concedió, y el ingrato se convierte aún en más culpable con respecto a su libertador. Amigos, ha llegado la hora de vengar a vuestro señor, tengo orden de no tratar con miramiento a este gran culpable; armaos contra un traidor y cumpliréis el deber de las personas honradas. El condestable pasará mañana cerca de este palacio; golpeadle cuando aparezca, y que el mentiroso expire a vuestros pies. Esta legítima acción a la que os exhorto tiene que ser agradable al cielo, cuya justicia quiere que el crimen sea castigado: tiene que complacer a nuestro soberano al que venga y más aún a Carlos VI al que libra del mortal más peligroso.
               >>Si hay uno solo a quien repugne esta acción que no se arme. Aquí hay mazas, espadas, puñales para los demás…>> Y apoderándose Craon en persona de una de estas armas gritó: <<Ojalá pudiera este hierro vengador que veis aquí, guiado por mis manos justicieras, hundirse el primero en el corazón del culpable. Que ningún remordimiento, ningún terror turbe vuestros espíritus, tanto como debemos temblar ante un asesinato ilegítimo, tanto debemos enorgullecernos del que venga de un golpe a Dios, al honor y al rey.>>
               Se cogieron todas las armas y todos los que se apoderan de ellas juran obedecer.
               El día elegido para realizar esta infame acción era el de la fiesta del Santísimo Sacramento. La superstición de estos tiempos de ignorancia afectaba preferir para la ejecución de los más horrorosos complots los días consagraos por la religión, como si los culpables quisiesen asociar al cielo con su ferocidad.
               Llegó la noche. Fue precedida por una tempestad que cubría aún París entero con las tinieblas más espesas.
               Lejos de prestarse a las infamias proyectadas se hubiese podido decir que el cielo obscurecía únicamente el horizonte con sus sombras para asustar mejor a los culpables. Ni un alma circulaba por las calles de la capital de Francia, el silencio que reinaba en ellas era la imagen de la muerte.
               Esta noche había tenido lugar una fiesta en el palacio de Saint-Paul, donde se encontraba ordinariamente la corte, y el baile que siguió a la cena había llenado la mitad de la noche.             
               El condestable acaba de abandonar la corte; se retiraba a su palacio situado en el lugar que ocupó más tarde el palacio de Soubise. Era la una de la madrugada, cuando escoltado por ocho hombres llevando antorchas encendidas, Clisson atraviesa la calle Culture Sainte-Catherine. Algunos asesinos, mezclándose con los criados de Clisson, apagaron las antorchas de éstos, el condestable no viendo ya con quien tiene que habérselas, pero cuya franqueza y lealtad no pueden sospechar un mal que sería él mismo incapaz de cometer, cree que esta escena es sólo una broma del duque de Orléans. <<Os adivino, mi príncipe –grita- y perdono a vuestra juventud una broma, que sin embargo, no nos conviene ni a vos ni a mi.>>
               Antes estas palabras, Craon se da a conocer: <<Condestable –dice-, no es el duque de Orléans, soy yo…, yo que quiero librar a Francia de su más mortal enemigo; sin cuartel, es preciso morir. Matadle, matadle –prosigue este cobarde dirigiéndose a los que le seguían-, y no dejéis con vida a ninguno de los que le defenderán.>>
               En vano los ocho criados del condestable trataban de hacerlo; ellos y su señor fueron asaltados y golpeados por todos lados. Los criados se escaparon, y Clisson que se quedó sólo en medio de sus asesinos, hubiese sucumbido infaliblemente sin la cota de malla que llevaba bajo sus vestidos. No hay manera de reconocerse unos a otros…, la oscuridad es tan profunda, que algunos cobardes se apuñalan entre ellos. Otros, asustados por el horror gratuito que les hacen ejecutar y por las peligrosas equivocaciones de las que la oscuridad les convierte en víctimas, y más aún sin duda por el valor con el que Clisson se defiende, emprenden la huida, desperdigándose por las canes adyacentes, o regresan al palacio de Craon. Únicamente uno más encarnizado que los otros. Lama a Clisson un golpe tan terrible, que le hace caer de su caballo y va a parar a la puerta de un panadero, aún entreabierta, y que hunde el peso de su cuerpo. La débil luz que sale de esta tienda termina de llenar de terror el alma de los culpables; todos emprenden la huida, Clisson se queda solo y sin conocimiento.
               Algunos de sus servidores se acercan entonces: uno de ellos come a advertir al rey de lo que sucede. Carlos iba a acostarse: sin vestirse de nuevo, sube al grupo detrás del emisario cuyo caballo fustiga con todas sus fuerzas. Llega a casa del panadero, y ve a su condestable ahogado en medio de su sangre, que se esfuerzan por parar. <<!Oh, mi querido Clisson! –le dice-, ¿quién pudo ponerte en este estado?>> <<Señor –responde el condestable- son vuestros enemigos tanto como míos: pues sabéis cuanto quiero a vuestra majestad, y estos desgraciados no me lo perdonan.>> <<Pero, ¿quién, pues, amigo mío? Nombradle.>> <<Señor, es Craon, le he reconocido; es él quien cobardemente me ha hecho asesinar: sólo le nombro porque los que me tratan así no sabrán amarle.>> <<Condestable –dice el rey- este doble motivo es inútil para que castigue a este vil asesino. Vengaría quizá con menos calor vuestro ultraje si me ocupaba del mío.>>
               Sin embargo, los doctores llegan. <<Miren a mi condestable –les dice Carlos-, y que yo sepa lo que debo esperar; pues sus dolores son los míos propios: les recompensaré más por curarle, que por los cuidados que pudiesen prestarme a mí…>> Y el buen Carlos, inclinándose sobre el condestable, mojó con sus lágrimas las llagas de su amigo. <<Señor –le dijo Clisson enternecido- si siento perder esta sangre que vuestras lágrimas paran, es por la imposibilidad en que su efusión va a colocarme de poder terminar de perderla por vuestra majestad vertiéndola en el campo del honor.>> <<Condestable, tú no morirás.>> <<Y bien, mi príncipe, mi último suspiro será, pues, para vos –prosiguió Clisson estrechando las manos de su señor- y esta esperanza me consuela por todo.>>
               Esta escena emocionante inflamó las llagas y los cirujanos suplicaron al rey que se retirase. <<Consiento en ello –dijo Carlos-, pero con la condición de que me respondéis de él, no le dejaré sin esto.>> <<Sí, señor, respondemos de él.>> <<Me voy pues tranquilo –dijo el rey-. Adiós condestable; reconoceré si tú me quieres por los cuidados que tomarás de tu persona>>, y lo abrazó… 

Escribir por escribir 3

PRIMERA PARTE

               Carlos VI, llamado le Bien-Aimé, sufrió durante su reinado muchas desgracias y no fuera la causa de ninguna. Tenía todas las cualidades que pueden constituir un buen príncipe, y unía a ello el más agradable aspecto exterior; sensible por nacimiento liberal, agradecido, reflejaba todas las virtudes de sus antepasados, sin tener ninguno de sus vicios. La debilidad de su espíritu, fuente de sus desgracias, era el único reproche que merecía; pero esta debilidad, hecha para ser respetada, ¿tenía que servir de pretexto a todos los horrores que se inventaron para castigarle por ella?
               ¡Oh, cuán culpables son aquellos que rodean a los príncipes, cuando abusan de sus pasiones o de su debilidad!
               Un delator acusó a alguien por haber hablado mal de este buen príncipe y se lo dijo a él en persona. Carlos respondió: <<!Cómo podría ser de otra manera, le he hecho tantos favores!>>
               Estas palabras nos parecen suficientes para pintar el carácter del joven monarca, y prueban hasta qué punto, al casarle, hubiese sido preciso buscarle una mujer digna de él. ¡Cuántas prosperidades podían afluir sobre la esposa que, por un feliz mezcla de sus virtudes con las de un príncipe tan bueno, hubiese derramado sobre francia entera la felicidad de la que hubiesen estado colmados ambos! Pero lo que puede convenir a los hombres no está siempre conforme con los decretos de la providencia, que encuentra precisamente en lo que les aflige el medio más seguro para corregirles.
               Isabel, hija de Esteban, duque de Baviera, escogía para compartir la suerte de Carlos, ¿era digna de este príncipe? Digamos mejor, ¿era digna del trono al que se la destinaba, si no poseía las cualidades de quien la colocaba allí a su lado?
               Isabel tenía cerca de dieciséis años, y el rey tenía diecisiete, cuando los tíos del joven monarca pensaron en este matrimonio.
               Con las gracias y los encantos ordinarios de su edad, reinaba sin embargo, en los rasgos de Isabel una especie de altivez poco común a dieciséis años. En sus ojos, muy grandes y muy negros, se leía más orgullo que esa sensibilidad tan dulce y tan atractiva en las miradas ingenuas de una joven. Su talle anunciaba elevación y flexibilidad, sus gestos eran pronunciados, su porte atrevido, su voz un poco dura, su forma de hablar breve. Mucha arrogancia en el carácter, ningún rastro de esta tierna humanidad, patrimonio de las almas bellas, que acercando a los súbdtos al trono, los consuela de esa distancia penosa donde la suerte les hizo nacer. Ya despreocupación por la moral y por la religión que la sostiene; una insuperable aversión por todo cuanto contrariaba sus gustos; inflexibilidad en su  humor; arrebato en los placeres; una peligrosa inclinación a la venganza, encontrando fácilmente errores en lo que la rodeaba; tan pronta para sospechar como para castigar, para producir males como para mirarlos cara a cara con sangre fría; probando con ciertos rasgos que cuando el amor inflamaría su corazón, sóo se abandonaría a sus arrebatos y únicamente vería en él un fin útil. A la vez avara y pródiga, deseándolo todo, invadiéndolo todo, sin conocer el precio de nada, sólo queriendo verdaderamente a sí misma, sacrificando todos los intereses, incluso los de estado, al suyo propio; halagada por el rango donde la suerte la colocaba, no para hacer allí el bien, sino para encontrar la impunidad de tal; poseyendo, en fin, todos los vicios, sin manifestar ninguna virtud.
               Así era la hija del duque de Baviera, así era aquella a quien la mano de Dios colocaba en el trono de Francia, porque sin duda había hombres que castigar.
               Antes de que Isabel partiese de la corte de su padre, unos pintores fueron enviados allí para llevar al rey retratos de esta princesa, y en el terror de que no gustase, ¡se exigió que entrase en Francia bajo el disfraz de una peregrina! Unió a este el de la virtud; pero sólo era por un momento.
               El efecto que produjeron los retratos en el corazón del rey fue tan vivo como pronto. Ardió en deseos de poseerla desde que vio por primera vez su imagen: no tomaría, decía, alimento ni dormiría, mientras esa hermosa joven no estuviese en su poder. Esto hizo que la duquesa de Brabante dijese al duque de Bourgogne: Asegurad a vuestro sobrino que curaremos muy pronto su enfermedad.
               Efectivamente, se suprimieron todos los preparativos de este himeneo que tenía que celebrarse, en principio, en Arras, y al día siguiente de la llegada de la princesa, los dos esposos se dirigieron a la catedral de Amiens donde se realizó la ceremonia. La reina fue conducida allí en un carro cubierto con tela de oro, pues los carruajes con imperiales no se conocían aún.
               Algunos acontecimientos desagradables turbaron las fiestas de un himeneo que no tenía que ser feliz, como si estuviese escrito en el libro del destino que siempre una desgracia nos advierte otra. Los flamencos se armaban contra Francia; fue preciso dejar los torneos por una combates reales, y los dardos de Belona remplazaron a las flechas del Amor.
               Los lazos que Carlos acababa de contraer no habían enfriado en absoluto en su corazón el gusto que sentía por las arenas.
               Se decidió, pues en un consejo extraordinario que se emprendería algo sorprendente para esta campaña en principio dirigida contra Inglaterra. Pero cuando las consecuencias revelaron mejor las intenciones del duque de Bourgogne, se recordó con sorpresa que las primeras proposiciones de esta guerra habían silo hechas por él.
               Los preparativos se hicieron, pues. Se necesitó dinero; no se podía contar ya con las economías de Carlos V, el de Anjou lo había desvalijado todo. Se establecieron impuestos, se crearon préstamos forzosos, que no reportaban ningún interés al que prestaba. Todos esos recursos disgustaron, tenían muy poca gracia al empezar un nuevo reinado.
               Los ingleses, aterrados por estos preparativos, pusieron trescientos mil hombres en pie de guerra, y sin duda hubiésemos triunfado sobre estas fuerzas sí, como sucede con demasiada frecuencia en parecidas circunstancias, los intereses particulares no hubiesen perjudicado al interés general.
               Durante ese tiempo, los habitantes de Gante tenía el proyecto de incendiar nuestra flota en el puerto de I´Ecluse y aunque esa conspiración fracasó, proporcionó al duque de Bourgongne la idea de dejar para el año próximo las empresas contra Inglaterra, para la ejecución de las cuales había recibido ya sumas muy considerables.
               Sin embargo, era preciso emplear, al menos, a la armada; se la dirigió contra aquellos que proyectaron arruinar nuestra flota, y la cuestión quedó aquí.
               Desde este momento, cada uno interpretó a su modo los designios del duque de Bourgogne; se atrevieron incluso a acusarle de haber recibido dinero de los ingleses para mantenerse en calma; este iba a parar a sus arcas así con las sumas dadas para emprender la contienda, y las recibidas para no hacer nada.
               Ese fue el espíritu que Isabel encontró establecido en la corte de Francia cuando apareció en ella. ¿Es muy sorprendente que ese geniecillo malvado se apoderase de ella a juzgar por las disposiciones que acabamos de observar en su carácter?
               Entre los señores que, desde la llegada de esta joven princesa, se apresuraron a rendirle homenaje, uno, fue más particularmente distinguido por ella; se llamaba Bois-Bourdon. Joven y gallardo, lleno de gracias; con una facilidad maravillosa para todos los ejercicios físicos, mérito cierto en un siglo de caballería; muchísima agilidad a ingenio, y sobre todo ese algo que logra el triunfo en las cortes. Un hombre así tenía que complacer a una mujer naturalmente inclinada al amor, y mucho más preocupada por los ciudadanos de la coquetería que por los de su reputación. Las notes proporcionadas por este gentilhombre nos den a conocer que el ardiente amor que se atrevió a testimoniar a su soberana no tardó en ser correspondido.
               Apenas se formó esta unión Isabel se aprovechó de ella para instruirse. Bois-Bourdon la puso muy pronto al corriente de los acontecimientos de los que le era absolutamente esencial apoderarse, sino quería convertirse en su victima.
               -Es preciso participar en los desórdenes de la corte de Carlos VI, señora –dijo este favorito-, si no se quiere ser arrastrado por ellos. Al no poder poner diques al torrente, es necesario abandonarse a su corriente; ella resbalará para usted sobre una arena de oro, si tiene, como esas gentes, la destreza y la audacia necesarias para volverla a su favor. Sólo se triunfa al lado de un joven príncipe, sin experiencia y conducido por hábiles intrigantes, convirtiéndose en un intrigante como ellos: si no les imita la temerán, y a partir de este momento la perderán: les encadenará pareciéndose a ellos.
               Estaría mal, lo sé, abrirse uno mismo el camino; pero cuando está abierto, sería peligroso no seguirlo.
               -Noble señor –respondió la reina-, vos me guiaréis; me siento fuerte a vuestro lado. Presiento que las acciones, cuyo mal paliáis a mis ojos, me alarmarán quizá alguna vez; pero como me lo hacéis observar muy acertadamente, existen circunstancias en que es preferible ser sacrificador que víctima; y si mi conciencia me atormenta, al recordarme mi corazón que obro por vos, se calmarán muy pronto mis alarmas.
               ¿Qué peligrosa es la delicadeza que sabe colorear de este modo el crimen!           
               -El rey –prosiguió Isabel- es el mejor hombre del mundo, le estimo y le reverenció; pero su cabeza es muy débil, y yo siento en la mía una energía que se avendría mal con la debilidad de la suya.
               >>No he venido a esa corte para arrastrarme; mis aspiraciones mucho mayores que hacen concebir la noble ambición de querer disponerlo todo aquí. Los tios del rey me presentan grandes obstáculos; con razón me lo hacéis notar; y bien, les alejaremos, si se hacen temer. El duque de Tourane, hermano de Carlos joven y lleno de ardor, secundará nuestros designios, estoy segura; es preciso que le hagan mío.
               -Amigo mío –respondió la reina- os he probado mi amor; pero no esperéis ligeramente a vos, como podríais exigirlo de una mujer ordinaria. El amor es a mis ojos una debilidad que en mí cederá siempre ante el interés y la ambición; únicas inclinaciones que tenéis que alimentar en mi corazón. Si nuevas relaciones ponen en juego estos dos móviles de mi alma, las tomaré, no lo dudéis en absoluto, pero sin dejar jamás de ser vuestra; vuestra fortuna no será por ello sino más rápida, y mis gozos más completos. Todos, decís, roban en esta corte, me doy cuenta de ello; se permiten en ella las más vergonzosas depredaciones; el de Anjou acaba de agotar todas las economías de Carlos V; Bourgogne y Berri le remplazan; cada cual no se ocupa sino de sí mismo; ¿por qué, pues no hacer lo mismo? Si en vos yo hubiese encontrado virtudes, quizá las hubiee adopado: he encontrado lo contrario… ¡y bien!, os lo repito, Bois-Bourdon, vos me guiaréis. Soy muy joven vos tenéis la experiencia necesaria para darme buenos consejos, los seguiré mientras estén de acuerdo con mis ideas, los rechazaré cuando las contraríen.
               Bois-Bourdon se deja caer a los pies de su soberana, protesta de su fidelidad; jura el secreto más inviolable, y el crimen, con sus manos repugnantes, acaba de anudar los lazos sublevantes de esta funesta asociación.
               En los preparativos del segundo armamento proyectado contra Inglaterra, el condestable de Clisson imaginó una villa que tenía que transportase con los buques de desembarco; esta fortaleza era capaz de alojar a una armada entera y tenía que servir como fortín, al posarse en la plaza enemiga. Nada igualaba por otra parte al lujo y a la magnificencia de los buques destinados a esta expedición.
               La manera de pensar general era entonces que el duque de Bourgogne, muy unido al partido inglés, conseguiría hacer fracasar todavía esta segunda empresa. Efectivamente, no tuvo lugar, pero las sospechas se disiparon, y sólo se criticó la lentitud con que el duque de Berri se había dirigido al puerto de l´Ecluse, punto de reunión y de partida; esta subversión de ideas no se debió a otro sino al duque de Bpirgonge, en su deseo de disimular mejor.
               Durante la ausencia de la corte, que acababa de partir en dirección a Flandes, el duque de Touraine, hermano del rey se quedó en París.
               Joven, impetuoso y fervoroso, no fue sin emoción que se encontró a solas con Isabel, por así decirlo, quien, por su parte, creyó que tenía que aprovechar esta circunstancia para introducir en sus intereses a un hombre tan necesario para los proyectos que había concebido ya, a pesar de su juventud, y de los que hemos visto que había hecho participe incluso a Bois-Bourdon. Pero con la intención de conservarles a ambos, creyó que tenía que dar cuenta a éste de los progresos muy reales que había conseguido.
               -Querido amigo –le dijo en consecuencia- os acordáis de todo cuanto os dije a propósito de mi cuñado; le participé la necesidad que tenía de él; le testimonié el placer que sentiría encadenándole a mi carro: lo he conseguido, Bourdon, Touraine lo puede todo sobre mi esposo; quiero conseguir todo el poder posible sobre Touraine. Sabed plegaros a la circunstancias, amigo mío: no querré al duque sino lo necesario para nuestros comunes intereses: no es en absoluto una infidelidad que yo hago, es una obga maestra de intriga y de combinaciones. Sed siempre discreto, no os esconderé nada; vos serés útil a mis proyectos; yo serviré a los vuestos, y nos encontraremos cuantas veces la ambición, el amor, o el interés nos reunan.
               Nuevos juramentos de fidelidad por parte del favorito; y 1 a la intriga se anudó con el duque.
               -Vos no estáis en el lugar que os corresponde, mi querido hermano- dijo un día Isabel al señor de Touraine-; Carlos es incapaz de reinar; debería corresponderos el trono; obremos de común acuerdo al menos para ilustrarle, sino podemos conseguir colocar en el trono al único hombre que está hecho para sentarse en él.
               -Mi ambición iguala a la vuestra, señora –respondió el duque-, y veo con tristeza que unos hombres desaprensivos y perversos se apoderan a la vez del espíritu del monarca y de la fortuna de sus pueblos. Por dos veces ya el duque de Bourgogne ha hecho fracasar unas resoluciones cuyo triunfo podía ser muy glorioso para Francia, y cuya inejecución empobrece el pueblo y sólo le enriquece a él. Es preciso, o obstaculizar parecidos desmanes, señora, o apoderarnos del provecho. Unamos nuestros intereses como nuestros corazones y sea lo que sea lo que pudiera constar, que todo se inmole a nuestras pasiones: no existen ya, en este siglo de intriga y de debilidad, otros medios con que triunfar.
               Este fue el segundo pacto que aseguró las desgracias de Francia; éste fue el origen de esas turbaciones horribles que tenemos que pintar… ¡De qué plagas en efecto tiene que estar amenazada una nación que sólo ve en sus sostenes y en sus duelos a unos expoliadores y a unos trapaceros!
               Una nueva prueba de la rapacidad del duque de Bourgogne se presentó con la muerte singular del rey de Navarra, a cuyos bienes aspiraba y de los que supo apoderarse en detrimento de los herederos de este príncipe.
               Una tercera expedición contra Inglaterra se puso aún sobre el tapete. El tiempo era propicio: la debilidad del gobierno inglés, que no tenía por aquel entonces que oponer sino un joven monarca sin crédito, sin fuerzas y gobernado como Carlos por unos parientes que le arruinaban y le oprimían deshonrándole; todo concurría, se ve bien claro, al triunfo del proyecto concebido, y Ricardo II, en el trono de Gran Bretaña, parecía garantizar los triunfos de Carlos VI en Francia.     
               Pero demasiados intereses tenían que hacer fracasar todavía esta nueva empresa que, por las precedentes, no llegó a realizarse. Se pretendió que el duque de Bretagne era esta vez la causa y, ciertamente, todas las pruebas anteriores de su infidelidad bastaban esta vez para legitimar las sospechas. Fue imposible dudar de su amistad con los ingleses; pero por otra parte ¿podía saberse hasta qué punto el duque de Bourgogne participaba en esta amistad? Sabemos lo que pensaba Isabel y Touraine: ¿en qué manos se encontraba, pues el infortunado Carlos y su desgraciada nación?
               Pero derramemos un poco de luz sobre los motivos del bretón; será el medio para aclarar muchos otros hechos.
               El mayor de los hijos de Carlos de Blois estaba por aquel entonces prisionero de los ingleses. El duque de Bretagne, su padre, se había propuesto procurarle la libertad, y rehusó hacerlo cuando se le requirió que mantuviese su palabra. El condestable de Clisson se sintió atraído por este joven príncipe, y quiso que desposase una de sus hijas: el duque aceptó. Sólo quedaba por obtener la libertad del joven prisionero: el condestable se dirigió al duque de Irlanda que hacía todo cuanto quería de Ricardo. Obtuvo lo que deseaba; pero el duque de Bretagne furioso al ver que Clisson obtenía algo que él había prometido y en lo que no quería mezclarse ya, juró odio eterno al condestable, y el primer rasgo de este odio nos parece demasiado interesante para suprimirlo. La manera sorprendente con que desvela otros acontecimientos necesarios a nuestro tema, nos impone por otra parte el deber de contarlo, por poco conocido que sea.
               El duque de Bretagne invitado un día a visitar al condestable su castillo de l´Hermine bajo el pretexto de recibir sus consejos en lo referente a la parte de las fortificaciones, en las que Clisson estaba muy instruido, le hizo penetrar en las torres del castillo. En la puerta de una de estas torres, el condestable, antes de entrar, realizó algunas ceremonial acostumbradas; pero obligándole el duque a entrar, Clisson obedeció. Apenas pasó que, a una señal del duque, las puertas se cerraron al instante y el condestable fue cargado de cadenas. En el acto, Bavalan, que mandaba en esta fortaleza, acude a recibir las órdenes de su señor y recibe la de coser al condestable en un saco y echarlo al río. <<Su orden es bárbara, monseñor –responde Bavalan-; pero tengo que obedecerle, es mi deber.>> Desde el amanecer, el duque impaciente manda llamar al oficial para saber las consecuencias de la ejecución de sus órdenes. <<Monseñor, están cumplidas o, responde Bavalan. <Desgraciado, ¿qué has hecho? ¿No reconociste el principio que las dictaba?>> <<Lo reconocí, mi señor; y por eso el condestable está lleno de vida.>> <<!Ah!, amigo mío, lo debo la mía, abrázame, Bavalan, y cuenta con mi eterna protección; lo debo a la vez el honor y la vida.>>
               Pero así es el desarrollo del corazón humano: el crimen se concibe en el delirio de las pasiones; el remordimiento lo castiga o lo previene; al regresar toma muy pronto funestos derechos que la virtud no puede aniquilar.
               Carlos de Blois, en un principio muy satisfecho por haber conservado la vida al condestable, no quiso soltarle sin un fuerte rescate. Clisson se quejo al rey quien, para vengar a su condestable, quiso llevar inmediatamente la guerra a Bretagne; pero el duque de Bourgogne, que compartía demasiado bien con Carlos de Blois los sentimientos de éste con respecto a Inglaterra, supo hábilmente desbaratar este proyecto y se contentaron con obligar al duque de Bretagne a devolver el dinero que había recibido del condestable y el de sus dignidades que había guardado como fianza. Carlos, por toda respuesta, abre sus ciudades a los ingleses aunque los expulsa después en seguida, presentando sus excusas al rey y fingiendo reconciliarse con el condestable, contra el que sin embargo, no cesa de alimentar gérmenes de odio, y todo esto debido a una consecuencia de este carácter versátil y débil que, como acabamos de ver, le obligue a pasar del insulto al remordimiento, y del remordimiento a la bajeza; carácter que es tan desagradable encontrar como pintar. Ese es el rasgo que hemos considerado necesario citar para aclarar la tortuosa conducta del duque de Bretagne.
               En una palabra, así se disipaba todo el dinero del reino: se realizaban sin cesar pequeñas expediciones, nulas para la gloria del estado, y únicamente útiles a aquellos que conseguían dinero a través de ellas.
               El rey acababa de cumplir veintiún años cuando se convocó una asamblea de los príncipes de sangre real y de nuestros prelados, en la que, exposinedo claramente todo el peligro de las depredaciones de los tíos de su majestad, se decidió que Carlos tenía que reinar por fin por sí mismo. El cardenal de Laón apoyó resueltamente esta decisión, con la que los duques de Bourgogne y de Berri, que no la esperaban, se irritaron vivamente. Entonces el rey volviéndose hacia sus tíos les dio las gracias y les dijo que se atenía al consejo que recibía. Al día siguiente, el cardenal fue envenenado.
               Eso es lo que se arriesgaba en estos siglos de minoridad, en qua la anarquía qua alimentaba al egoísmo le convertía necesariamente en el enemigo capital del que contrariando sus intereses los suyos no podían abarcar sus mires. El fin trágico del cardenal causó macho ruido; pero fue fácil descubrir de donde provenía el golpe; lo fue igualmente aclarar la participación qua Isabel había tenido en la deliberación qua empujaba al rey a abandonar la tutela de sus tíos. Esaba claro que la convocatoria de esta asamblea y la deliberación que se decidió en ella no era más que el efecto de las intrigas de Isabel con el duque de Touraine: ambos al querer conducir al rey a su gusto tenían el único fin de alejar del él cuanto estorbaba esta intención.
               <<Estos intrigantes han robado ya bastante –decía Isabel al duque de Touraine-; ahora nos toca a nosotros…>> ¡Y sólo tenía diecinueve años cuando esta mujer audaz se atrevía a hablar así!
               Todo cambió en la corte desde el momento en que los tíos paternos del rey se retiraron; el duque de Bourbon, tío materno, y el duque de Touraine, que desde ahora llamaremos siempre el duque Luis de Orléans, fueron los únicos que permanecieron al lado del monarca. Los cortesanos cambiaron igualmente; todos aquellos que habían adulado a la antigua corte desaparecieron. Fueron remplazados por los del momento entre los que Bois-Bourdon supo guardar su rango.
               Luis ignoraba la participación de este joven caballero en los favores de la reina; pero nosotros sabemos que Isabel no ocultaba en absoluto a Bois-Bourdon que su cuñado era su amante: se convirtió, pues en el confidente de su manceba sin serlo de su rival. Sólo en las cortes corrompidas se observan semejantes singularidades; las del siglo XVIII podrían proporcionar algunos ejemplos.
               Era el marqués de Craon el que poseía toda la confianza del joven de Orléans. ¿Lo que había hecho al duque de Anjou le convertiría en digno de este puesto…? ¿Pero son buenas costumbres lo que desean los príncipes en los confidentes de sus errores?
               Los otros cortesanos que empezaron a mostrarse entonces fueron Montiagu, Vilaines, Mercier, La Riviére, etc. Estaban apoyados por el condestable que acababa de recuperar su crédito a causa de la caída del duque de Bourgogne, siempre unido a Carlos de Blois, irreconciliable enemigo de Clisson.
               Se formó un consejo de estado compuesto por dos mariscales de Francia, por nueve miembros más y por el condestable. Armant de Corbie, primer presidente, fue hecho cantiller en lugar de Pedro Degiac que murió aquel año. El cuidado de la policía de París fue confiado al preboste de la ciudad, y se efectuaron muchos cambios en la capital, por aquel entonces repleta de bribones subalternos que no hacían otra cosa sino  imitar a sus jefes, y que sólo por esto merecía la expulsión. Ellos y los mendigos, viles deshechos de la sociedad, vivían en un barrio privilegiado llamado la corte de los milagros, por la facilidad que tenían estos bandidos en hacer desaparecer a su gusto las llagas que sólo presentaban a miradas del público para interesarle.
               Si la verdadera sabiduría hubiese presidido todos estos cambios, sin duda tenía que ser la paz el resultado de ello; sin embargo, en apariencia empezaron a trabajar por la consecución de la misma. Pero si Francia se encontraba desembarazada de los partidarios de Inglaterra, los que les remplazaban no eran amigos menos cálidos de esta nación contra la que sólo se trabaja de declarar la guerra para conseguir dinero de los ingleses que la temían y de los franceses que no la querían.
               El duque de Bourgogne probó la eficacia de este doble monopolio; en la nueva corte muchos iban a convertirse en sus imitadores.
               Algunos éxitos, sin embargo, coronaron estas últimas negociaciones, en las que Ricardo II tenía por lo menos tanto interés como Carlos VI y a mediados del año siguiente se consolidó el proyecto. Las hostilidades se suspendieron.         
               Pero la actividad del joven rey no se acomodaba a estas demoras y fueron precisas unas fiestas que le disipasen: esta ocupación correspondía a la reina, iba muy bien con sus gustos.
               La ceremonia del grado militar conferido al hijo del duque de Anjou, se convirtió en el motivo de un torneo en el que Carlos apareció, llevando como emblema un sol de oro; el hijo del duque de Bourgogne llevaba uno de plata.
               Los caballeros entraron en la liza conducidos por las mujeres más distinguidas. Cuando los combatientes estuvieron en la entrada del campo, las demás que les habían acompañado les dieron un beso y se separaron de ellos, exhortándoles para que mereciesen el favor que les otorgaban… ¡Feliz siglo en que al abrazar el amor al honor, comunicaba a este segundo sentimiento todo el calor del primer!
               Las damas iban a colocarse después en los estados que rodeaban la liza; se convertían en jueces del campo, y concedían el premio al vencedor.
               Todo se desarrolló satisfactoriamente durante este torneo; pero unas acciones hijas de la última indecencia mancillaron el baile que siguió; no se respetó allí ni el pudor de las mujeres ni la virtud de las doncellas. Estos excesos hicieron murmurar. La reina y el duque de Orléans, lejos de reprimir estos desórdenes, se vieron acusados de haberse prestado a ellos: si sus acciones siguientes lo hacen creer, se tienen que perdonar las sospechas de aquellos que les acusaron de éstas.
               Un servicio solemne en Saint-Denis, en honor del condestable Duguesclin, calmó un poco los espíritus: es agradable ver a la virtud extender un imperio. Clisson, compañero de armas de este guerrero famoso, dirigió la ceremonia cuyo esplendor fue digno del que se celebraba para la gloriosa memoria.
               Por aquel entonces el duque de Orléans desposó a Valentina de Milán, hija de Galéas de Visconti y de Isabel de Francia, hermana de Carlos V. Era por consiguiente prima hermana del duque de Orléans, cuyos sentimientos, como se ve, se quedaban en familia, puesto que tenía a su prima por esposa y a su cuñada por amante. La escisión de la iglesia, dirigida entonces por dos pontífices, disculpaba la despreocupación con que eran vistos tales desórdenes., que una armonía más perfecta no hubiera seguramente tolerado. Este matrimonio no alteró en absoluto la secreta unión de Isabel y del contrayente; quizás incluso, según los planes misteriosamente concebidos por estos dos amantes convenía mucho más a sus proyectos: la continuación nos lo explicará. Este himeneo excitó vivamente los celos del duque de Bourgogne; fue la primera fuente de la división de estas dos poderosas cases, cuyos odios fueron tan funestos para Francia.    
               Como quiera que fuese, este acontecimiento dio lugar a nuevas fiestas y por este tiempo se preocuparon de la entrada de la reina en la capital de su reino.
               Esta ceremonia concerniente a la historia de esta princesa es por otra parte demasiado propicia para dar a conocer el lujo y la magnificencia de este siglo para que nos permitiéramos suprimir sus detalles copiados por entero de los mismos textos de los historiadores más acreditados.
               <<Tuvo lugar el 24 de agosto de 1389 en la época en que la reina se acercaba a los veinte años. Toda la corte se dirigió a Saint-Denis donde se dispuso el orden que tenía que observarse. Doscientos burgueses vestidos con trajes mitad rojos y mitad verdes recibieron a Isabel más allá de las puertas. Entró en litera descubierta escoltada por los duques de Bourgogne, de Berri, de Bourbon y de Orléans, de Pedro, hermano del rey de Navarra y del conde de Estrevant. Las duquesas de Berri y de Orléans seguían la litera, montadas en palafrenes cuyas riendas eran sostenidas por príncipes. Las otras princesas, como la Reina Blanca, la duquesa de Bourgogne, la condesa de Nevers, su nuera, la duquesa viuda de Orléans, la duquesa de Bar, iban en literas descubiertas, acompañadas por príncipes de sangre real y por los más grandes señores que escoltaban los lados de cada carruaje. Las damas de su séquito iban en carros cubiertos o a caballo, rodeadas y seguidas de escuderos y de caballeros.
               >>A la entrada de la ciudad, la reina se encontró con un cielo estrellado donde cándidos niños vestidos de ángeles recitaban cánticos. La Santa Virgen aparecía en medio sosteniendo entre sus brazos “a su pequeño, el que se divertía por su parte, con un pequeño molinete hecho con una gruesa nuez.” Se había revestido la fuente de Saint-Denis con una tela sembrada de flores de lis de oro. Unas jóvenes extremadamente arregladas cantaban melodiosamente y presentaban a los paseantes “clarete, hipocrás y pimiento” en unos jarros de oro y de plata.
               >>En un estrado levantado delante de la Trinidad, unos caballeros franceses, ingleses y sarracenos representaban un combate llamado “el torneo del rey Saladino”.
               >>En la segunda puerta de Saint-Denis, se veía en un cielo sembrado de estrellas, “Dios en su majestad y, a su lado,  niños del coro cantaban muy dulcemente en forma de ángeles”.
               >>Cuando la reyna pasó bajo la puerta dos de estos niños se separaron y fueron a colocarle sobre la cabeza una corona enriquecida con perlas y pedrería; cantando estos cuatro versos:
               Señora nacida entre flores de lis
               Reina, ¿sois del paraíso?
               Desde Francia y de todo el país
               Nos vamos a paraíso
               >>Más lejos estaba una sala de concierto.