miércoles, 7 de agosto de 2019

Escribir por escribir 2

Historia secreta de Isabel de Baviera, Reina de Francia

               En la que se encuentran hechos extraños, desconocidos, o que permanecieron en el olvido hasta el presente, y cuidadosamente extraídos de manuscritos auténticos, alemanes, ingleses y latinos.
 
Buscaré la verdad a través de las tinieblas en que se esconde.
               Mably
Introducción.

               Carlos V, al subir al trono, encuentra a Francia sumida en el decaimiento y en la desolación; y, casi sin salir de su palacio, este monarca, justamente llamado <<El Sabio>>, pone remedio a todo gracias a la feliz elección de sus ministros y de sus generales. ¿Era posible que Francia no triunfase, en efecto, cuando Duguesclin conducía sus guerreros al combate? Sólo el destello de ese gran hombre pone en fuga a los perpetuos enemigos de nuestro feliz país, que, creyéndose siempre hechos para vencer, no saben ni salvaguardase del valor de un pueblo, menos orgulloso quizá, pero con tantas razones de serlo, por lo menos, por igual.
               Francia perdió bajo el reinado del rey Juan todo cuanto Felipe-Augusto conquistó a los ingleses: Carlos V lo recupera valiéndose de su política y de la fuerza de sus armas. Mientras trabaja para la gloria de novecientos volúmenes se convierte en la tuna de esta magnifica biblioteca que hace hoy la felicidad de los sabios y causa la admiración de Europa. Por otra parte, disminuye los impuestos, mejora las finanzas; se encontraron diecisiete millones en sus arcas. Esta suma, sorprendente para el siglo en que se economiza, solo es el fruto del fomento que este buen príncipe dio a la agricultura y de la actividad que imprimió al comercio, verdaderas riquezas de un estado que, encontrado entonces todos sus recursos en su seno, no teme ya ni a las desgracias de la guerra que los absorben o los disminuyen, ni a las plagas del cielo que los agotan o desnaturalizan. A Carlos le gustan los consejos, y no escucha en absoluto a sus cortesanos. Esos engañan, aquellos dirigen los perfumes de la adulación, obscurecen la luz de la razón, y el individuo que la suerte coloca en su trono tiene que preferir siempre, si es sabio, la llama que ilumina al incienso que embriaga.
               Un día el chambelán La Rivière alaba al rey por la felicidad de su reinado. <<Amigo mío –responde Carlos-, sólo con la certeza de haber logrado la de mi pueblo podré creer en la mía.>>
               Hace algo más que lograr la felicidad de ese pueblo, único objeto de sus solicitudes; sabe colocarlo de nuevo en su lugar, hacerle mantener el rango que tiene que ocupar en Europa, ya sea liberando a sus provincias del yugo de Inglaterra, ya sea fomentando una marina bastante formidable para que sus fuerzas del mar puedan estar en armonía con las que le ennoblecen en el continente.
               ¿Por qué el cielo no colma a un príncipe tal de todos los favores que tendrían que estarle reservados y porque no deja su trono a un hijo que, sin tener las virtudes de su padre, tenga al menos la fuerza de llevar por sí mismo las riendas de un gobierno? ¡Cómo tiene que sufrir el que se encuentra abandonado a un niño, al que es preciso asociar regentes y maestros¡
               Carlos VI tiene apenas doce años cuando pierde al autor de sus días que, sin poder infringir ni las leyes del estado ni las de la progenitura, deja la regencia al duque de Anjou, el más ambicioso y el más pródigo de los hombres, por los cuales es detestado a la vez por sus vejaciones y despreciado por su inconstancia. Se trata de disminuir su autoridad, Carlos lo sabe, y quiere en consecuencia que su hijo sea inmediatamente consagrado en Reims y que éste gobierne después en su propio nombre, ayudado únicamente por los consejos del regente, a quien asistirán el duque de Bourgogne como tutor, los de Bousbon y de Berri, el primero como encargado de la educación, el segundo en su cualidad de superintentedente de los palacios.
               Tras tomar estas disposiciones, Carlos al ver que se acercan sus últimos instantes se rodea de estos guías tan precisos a los que abandona el cuidado de su hijo.
               <<Sois los tíos del niño que va a subir al trono que le dejo –dice a estos príncipes reunidos en torno de su lecho fúnebre-, os confío la felicidad de Francia y la suerte de mi hijo. Decidle sin cesar que este doble interés se resume en uno, y que solo en la felicidad de su nación puede un día encontrar la suya. No es únicamente por si mismos por lo que el cielo coloca a los reyes por encima de los hombres; les coloca en ese altura con el fin de que juzguen mejor lo que puede ser mas útil a su país; el Dios que los eleva así quiere que sean su imagen sobre la tierra, y sólo con estas condiciones les acercara a sí un día. Nunca el pueblo se subleva contra el soberano al que ve ocupado en la tarea de hacerle feliz. ¡Y esa felicidad es tan fácil conseguirla¡ Decid a Carlos que no deponga la espada que sirve para la defensa, pero que su mano no se sirva de ella nunca para unas conquistas con frecuencia fatales y siempre inútiles. Una victoria es una plaga cuando la sangre que cuesta no se derrama por la felicidad del pueblo: solo se convierte en un triunfo cuando contribuye a ella. Esos son los únicos laureles que permito a mi hijo: adornad su frente con roble, cuando no podáis ceñirlo con estos. Dejando a su lado unos principios tan razonables, desciendo a la tumba lleno de esperanza: haced que mi sombra no venga un día a reprocharlos que hayáis justificado mal mi confianza. Son espantosos los reproches del ser que ya no existe, y por hirientes que fuesen los remordimientos que os harían nacer no me vengarían sino a medias>>
               Estas fueron las últimas palabras de un príncipe sabio; eran terribles sin duda, ¿pero tenían que apagar las pasiones de los que no habían hecho otra cosa que escucharlas?
               Apenas Carlos V cierra los ojos del duque de Anjou siente hasta que punto se convierte para el en importante el aprovecharse de una autoridad que limitan tan sabiamente las últimas voluntades del difunto rey; se apodera del tesoro; no contento con dejar subsistir los impuestos, los aumenta, se convierte por esta culpable conducta en la inevitable causa de las sediciones populares de las que veremos en seguida las consecuencias.
               Berri, colega del de Anjou, tiene todos los defectos de su hermano, y quizá hubiesen producido los mismos efectos, si no hubiesen estado paralizados por una estúpida indolencia, o si hubiesen estado sostenidos por más poder.
               El duque de Bourgogne tiene grandes cualidades: afable, magnífico, liberal; si ulcera los corazones en secreto, los seduce por lo menos en público.
               Bourbon es mejor quizá; pero su debilidad y su moderación perjudican a sus virtudes. El orgullo está permitido a los talentos; los educa y los nutre.
               El regente, mucho menos ocupado de los cuidados del estado que del deseo de reinar en Nápoles donde la reina Juana le llama, sólo ve en el poder que adquiere en Francia otro medio para la consecución de sus proyectos. Al precio de los tesoros robados a su nación quiere conquistar otra; y al augusto pupilo que se le confió prefiere despojarle que instruirlo.
               Funestos efectos de la ambición, ¿destruiréis, pues, siempre las virtudes?
               Es muy raro que un precipicio se abra a los pies de un pueblo, sin que este se de cuenta de ello. Al descubrirlo París, se atreve a permitirse excesos de todo genero, que no reprime una autoridad que se encuentra demasiado dividida para no haber perdido su fuerza. Se convocan unos Estados generales que siguiendo la costumbre, sólo sirven para preparar nuevas desgracias y para cimentar las viejas.
               Una parte de los cuidados que tomó Carlos V para restablecer a Francia es precisamente lo que precipita su subversión.
               Carlos gastaba a lo más un millón doscientos mil francos para el sostenimiento de su casa: el regente precisa seis millones para el sostenimiento de la de un niño al que se permite que le falten las primeras necesidades de la vida. Si el pueblo, como acabamos de decir, se agita ante el aspecto de tantos desórdenes, los soldados se revolucionan en igual manera: privados de su sueldo, asolan los campos, la insubordinación se convierte en general; por una política odiosa, cansado de reprimir en vano los abusos, se prefiere destruir que calmar a los que reclaman, y estos bravos guerreros, esos valerosos compañeros de Duguesclin son licenciados para castigarles por haberse atrevido a quejarse. ¿Tenían que, por unas faltas tan burdas, privarse de una fuerza tan útil al esplendor de un estado, y a la que puede llamarse su alma, puesto que sostiene a todos los miembros? 
               Al fin se coronó a Carlos VI el 13 de noviembre de 1380, con toda la magnificencia posible en un siglo en el que quien sostiene las riendas se ocupa mucho más de sus propios intereses que de la gloria de su pupilo. Pero el fuego de la sedición empezaba a encenderse, por ello no se atreven a atravesar la ciudad al regreso de la ceremonia; al darse cuenta de que le temen, el pueblo se irrita aun más; con un zapatero remendón por jefe y por orador, se dirige en tropel al palacio, y pide a grandes gritos la abolición de los impuestos. El canciller y el duque de Bourgogne calman los espíritus durante veinticuatro horas, al cabo de las cuales se levantan con más energía. El rey cede, se derogan los impuestos; pero la insolencia crece donde la fuerza se debilita; se pide la expulsión de los judíos, la ruina de los financieros, y se saquean sus casas mientras esperan. Desde este momento el estado está a punto de disolverse; se convoca una nueva sesión de Estados generales, y nuevas perturbaciones son la continuación de la misma. El pueblo se reúne por la noche; la sombra favorece al crimen; se cometerían muchos menos, si la antorcha del día no se apagase nunca.
               Pero como los que componen estas asambleas sólo se dicen enemigos de los abusos cuando estos no les sirven ya, nada mejora, y todo se envenena. El duque de Bretagne se aprovecha de estas perturbaciones para llamar a los ingleses, y cuando aparecen, ya no sabe como recibirles. Al fin, se alía con ellos; pero el honor habla todavía en el corazón de sus vasallos; todos declaran al duque que sus armas se volverán contra él mismo si quiere arrastrarlos consigo en este tratado vergonzoso. Esta noble resolución devuelve a Francia un vasallo infiel: el duque promete servir a su patria contra los ingleses, promete ir a París para rendir homenaje al nuevo soberano; pero por una indigna traición, tan pronto como acaba de hacer estas promesas el pérfido bretón jura a los ingleses que nunca se aliará a Francia cuando estas dos naciones estarán en guerra.
               Política demasiado peligrosa de los soberanos. ¿Serán, pues, siempre los pueblos vuestras victimas?
               Reinta entonces un gran parecido entre Francia e Inglaterrera; estos dos reinos igualmente gobernados por niños son igualmente presa de las concusiones de los tíos que dirigen su juventud. En Francia, el de Anjou lo sacrifica todo al deseo de ser rey de Nápoles; la ambición de reinar en España convierte al duque de Lancaster en culpable de los mismos errores en Inglaterra, y la desgracia de uno y otro pueblo es el resultado de estas pretensiones extranjeras.
               Sin embargo, los impuestos se restablecen; temblando se realiza la proclamación.
               La irritación de los Parisienses se redobla a medida que comprenden que se les teme; destrozaron a los primeros exactores; gritan e incitan a las armas, se invoca la libertad, se tienden las cadenas, a los que quieren hacer pagar, se les persigue hasta el interior de los templos donde se refugian. Se apoderan del Palacio Municipal y de todas las armas que encuentran en él, y envalentonados con estos socorros, los revoltosos inundan las calles, robando y asolándolo todo bajo el vano pretexto de que sólo quieren mal a aquellos de los que tienen que quejarse. El desorden llega a su cúspide; ningún ciudadano está seguro; no hay asilo en ninguna parte; las casas se derriban; se abren las cárceles, los malhechores que se escapan de ellas van a aumentar la turba impía de estos descontentos desenfrenados. Corre la sangre y el pretexto del bien es, como en todas las revoluciones, la causa inmediata del mal.
               Al fin los oficiales municipales arman a diez mil hombres en la capital; todos los partidos van a mezclarse para estrangularse indistintamente.
               Pero la autoridad se despierta. El rey, que por aquel entonces estaba en Rouen, se dirige a París; esta ciudad rebelde va a sufrir la pena que merece, y sin la gracia pedida para el pueblo por los buenos ciudadanos, la destrucción de París era inevitable. Se acuerda una amnistía; de ella se exceptúa únicamente a los instigadores de las perturbaciones; pero el pueblo quiere entera gracia; esta dispuesto a volver a empezar si se mantiene estas excepciones; se ven obligados a mandar ahogar secretamente a los culpables. Estos son los productos de la debilidad del Principe y de la sórdida avaricia de los que le gobiernan.
               El rey consiente en regresar, si París abandona esa apariencia de imposición que le sienta tan mal. Esta proposición enciende de nuevo las antorchas de la discordia; el patíbulo castigará a quienes la aceptarán. El regente furioso inunda de tropas los alrededores de la capital… tiembla al fin, pero el de Anjou, que sólo desea dinero, no quiere renovar la amnistía sino recibe cien mil escudos, y uniendo esta suma a todas las que hurtó o exigió de todas partes, se dirige a Nápoles que le llama, vuela hacia allí inundado por la sangre que acaba de verter para la ejecución de sus proyectos.
               La remplaza el duque de Bourgogne. Ocupado por una guerra en Flandes, antes de regresar, hace todo lo posible para asegurarse de la tranquilidad de los habitantes de París; pero éstos prometiéndolo todo y no poseyendo nada, se aprovechan por el contrario de la ausencia del príncipe y de las tropas, quieren saquear las casas reales, y lo hubiesen hecho sin las razonables exhortaciones de un llamado Flamand que consigue convencerles y les calma.
               Esta tranquilidad sólo es aparente; los mayores preparativos de guerra se realizan en París; se trata de nada menos que de renovar allí los desordenes de la Jacquerie. Sólo se espera la salida de la campaña de Flandes. Artevelde vence en Rosebeck, los prodigios del joven rey, con cuarenta mil enemigos en el campo de batalla, valen a la monarquía donde habla el interés personal; y el sedicioso, sin pudor, sólo se consuela de la obligación en que se encuentra de renunciar a sus proyectos, contando con burla todo lo que puede marchitar los triunfos de Rosebeck. Las matanzas de los habitantes enterrados bajo las cenizas de coirtrai se atribuyen enseguida, no sin causa, al regente que quiere someter a esta ciudad infortunada; desde este momento se unen a aquellos cuyas lágrimas se derraman sobre estos horrores. Pero si su descontento contra el duque de Bourgogne aumenta en la medida de sus equivocaciones, el que las cometió y que proyecta otras, no puede sino mostrar más rigor con más fuerzas contra las personas que quieren castigarle y a la vez enterarle. Sus procedimientos lo prueban y el Parisiense inquieto sale de los muros de la ciudad en número de veinticinco mil hombres armados, que guarnecen al instante la colina de Montmartre y la llanura de Sant-Denis por donde tiene que entrar el rey. Unos diputados se adelantan con respecto hacia él, cuando le divisan, asegurándole que las guerzas desplegadas por los Parisienses ante sus ojos no tienen otro objeto que demostrar al rey que pueden servirle, si su majestad les llama. Carlos parece satisfecho; pero oponiendo con dignidad el justo orgullo de una monarca a la noble política de su pueblo, entra en su capital como vencedor de una ciudad conquistada. Las barreras levantadas por los facciosos se destruyen, y las tropas se albergan en casa de los burgueses. Los duques de Bourgogne y de Berri recorren al día siguiente las calles, a la cabeza de los vencedores de Rosebeck; se llevan todas las armas al Louvre, y los que las mandaron guitar son ejecutados inmediatamente; muchos de entre ellos se dan muerte para escapar a la espada de los verdugos.
               La universidad y la duquesa de Orléans al fin aplacan al rey; pero el duque de Bourgogne se encuentra muy lejos de compartir esta piedad, sus intereses no se lo permiten; y como los bienes de las victimas van a parar a sus manos los suplicios se prolongan con crueldad.
               El abogado general Jean Desmarets, cuyas altas virtudes ilustraron tres reinos, tiene que morir bajo un príncipe que no conoce ninguna. Acabado por los años y las enfermedades, no habiendo cometido otra equivocación que la de disgustar a quieren quieren el mal, le arrastran al patíbulo, hecho mejor para quien le condena. Apenas se le ve allí, le gritan que implore gracia: <<Únicamente la suplico para mil verdugos>>, responde este gran hombre. Cae su cabeza, sus virtudes permanecen, y su alma vuela al cielo.
               Y tú, magistrado de nuestros días cuyo nombre está grabado en el templo de la memoria, ilustre como Desmarets, así como él tenías que perecer y dejar unos recuerdos grabados con tu sangre en el alma de los franceses…
               Esta primera iniquidad se convierte en la señal de las que deshonran el reinado de Carlos VI.
               Apenas expire Desmarets cuando el canciller de Orgemont que representa al monarca sentado en un trono delante de la ejecución piensa que todos los culpables no han sido castigados y que quedan aún muchos ejemplos por dar. El rey aprueba ese cruel consejo: al mismo instante todo se aplaca a los pies del soberano; las mujeres gritan <<misericordia>>. El rey se deja conmover y, según los consejos del duque de Bourgogne quien de hecho prefiere el dinero a la sangre, Carlos concede la vida a los culpables, por medio de una multa más fuerte que la mitad de Bus bienes. Sin embargo, no se lo queda todo el duque de Bourgogne, el de Berri participa también; las tropas piden su parte, pero se es sordo a esta justa reclamación, y lo que es la subsistencia de las personas honestas solo sirve pare alimentar la avaricia y la rapacidad de los expoliadores de Francia. Se restablecen los impuestos y al pueblo ya no le quedan sino las lágrimas.
               La guerra recomienza en Flandes; el duque de Bretagne, que hasta entonces sólo ha proporcionado débiles recursos, aparece esta vez en persona; se sospecha de él, y su conducta prueba su falsedad. El bretón es inglés, se ve claramente pero el buen Carlos tiene miedo de equivocarse; la franqueza está tan lejos de la artimaña que ni siquiera la concibe: y Carlos se conduce con este traidor como si le fuese incluso imposible sospechar que lo era.
               El conde de Flandes muere; y este acontecimiento lleva a su colmo la grandeza del duque de Bourgogne, heredero natural de este príncipe.
               Pero sin que se pueda aclarar la causa, el Languedoc, la Auvergne y el Poitou se sublevan; los campesinos de allí asesinan por todas partes a los nobles y ricos. El espíritu de vértigo de la capital acaba de apoderarse de las provincial; el duque de Berri que manda en Languedoc ajusticia a los sediciosos, y la sangre del culpable borra, si eso es posible al del inocente.
               Por otra parte, al atravesar las provincial de Paso hacia Bus nuevos estados, el duque de Anjou, apoyado por el papa, robe y asola todo cuanto cae bajo su mano; parece que este embustero insolente quiere hacer pagar a los franceses la felicidad de perderle. Pero esos bienes mal adquiridos no le llevan al triunfo; pierde la mitad en su paso por el Apenino, emplea el resto en el sostenimiento de la guerra contra Carlos de la Paix, su competidor en el trono de Nápoles; deprovisto de recursos, envía al parqués de Craon, que le había seguido, a solicitar nuevos socorros a su mujer la duquesa, reina de Sicilia. Por lejos de llevar a su señor esos subsidios preciosos, el marqués los disipa con las cortesanas de Venecia. Arruinado el de Anjou muere a causa de sus heridas y aún más de vergüenza y de tristeza. Aquellos que se encontraban asociados a su fortuna regresan a Francia, mendigando pobres socorros, que atendiendo a las faltas de su señor, se les niegan con demasiada frecuencia.
               Craon, que se enriqueció    con los robos hechos al duque de Anjou, tiene la audacia de reaparecer en la corte con un equipaje de los más suntuosos. Berri le reprocha la muerte de su hermano, y da las órdenes necesarias para detenerle; Craon se escapa… ¡Ojalá el cielo hubiese querido evitar a ese hombre los nuevos crímenes con los que tenia que ensuciar aún las páginas de nuestra historia¡
               Los crímenes se suceden: Carlos le Mauvais forma el designio de envenenar al rey y a todos los príncipes de su sangre. El complot se descubre, los cómplices son descuartizados. Poco después se enciende gran enemistad entre la corte de Francia y la de Inglaterra, uno de cuyos principales motivos es el matrimonio que acaba de contraer Margarita de Hainaut con el conde de Nevers, hijo del duque de Borgogne, a la que pretende el duque de Lancaster; se escribe; se injuria; las discusiones particulares animan las querellas generales y los pueblos completamente extraños a los enredos terminan siempre por sostener con su sangre y su fortuna unas divisiones que les son indiferentes y en y en la que no entienden nada.


                 Tal era la situación en Francia cuando ésta sintió la necesidad de casar a su rey.
               Oh tú que la suerte llamaba en sostén de un trono ya tambaleante, ¿tenías, pues, que precipitar su caída? Pero seducida, o mejor corrompida por los ejemplos que lo ponían delante de los ojos, ¿no tienes algún derecho a la indulgencia de la posteridad? ¡Ah, sin duda, si nos hubieses ofrecido al menos algunas virtudes¡ pero en vano se las desea; se buscan sin éxito; en ti sólo se encuentran desórdenes; y con franqueza vamos a probar tristes verdades demasiado tiempo desconocidas por nosotros, pero que es preciso descubrir al fin para la instrucción general y para establecer mejor en nuestros corazones la adhesión y el respeto inviolables que debemos sin cesar a aquellas de nuestras soberanas verdaderamente dignas de nuestro incienso de nuestros homenajes.

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