PRIMERA PARTE
Carlos VI, llamado le Bien-Aimé,
sufrió durante su reinado muchas desgracias y no fuera la causa de ninguna.
Tenía todas las cualidades que pueden constituir un buen príncipe, y unía a
ello el más agradable aspecto exterior; sensible por nacimiento liberal,
agradecido, reflejaba todas las virtudes de sus antepasados, sin tener ninguno
de sus vicios. La debilidad de su espíritu, fuente de sus desgracias, era el
único reproche que merecía; pero esta debilidad, hecha para ser respetada,
¿tenía que servir de pretexto a todos los horrores que se inventaron para
castigarle por ella?
¡Oh, cuán culpables son aquellos
que rodean a los príncipes, cuando abusan de sus pasiones o de su debilidad!
Un delator acusó a alguien por
haber hablado mal de este buen príncipe y se lo dijo a él en persona. Carlos
respondió: <<!Cómo podría ser de otra manera, le he hecho tantos
favores!>>
Estas palabras nos parecen
suficientes para pintar el carácter del joven monarca, y prueban hasta qué
punto, al casarle, hubiese sido preciso buscarle una mujer digna de él.
¡Cuántas prosperidades podían afluir sobre la esposa que, por un feliz mezcla
de sus virtudes con las de un príncipe tan bueno, hubiese derramado sobre
francia entera la felicidad de la que hubiesen estado colmados ambos! Pero lo
que puede convenir a los hombres no está siempre conforme con los decretos de
la providencia, que encuentra precisamente en lo que les aflige el medio más
seguro para corregirles.
Isabel, hija de Esteban, duque de
Baviera, escogía para compartir la suerte de Carlos, ¿era digna de este
príncipe? Digamos mejor, ¿era digna del trono al que se la destinaba, si no
poseía las cualidades de quien la colocaba allí a su lado?
Isabel
tenía cerca de dieciséis años, y el rey tenía diecisiete, cuando los tíos del
joven monarca pensaron en este matrimonio.
Con las gracias y los encantos
ordinarios de su edad, reinaba sin embargo, en los rasgos de Isabel una especie
de altivez poco común a dieciséis años. En sus ojos, muy grandes y muy negros,
se leía más orgullo que esa sensibilidad tan dulce y tan atractiva en las
miradas ingenuas de una joven. Su talle anunciaba elevación y flexibilidad, sus
gestos eran pronunciados, su porte atrevido, su voz un poco dura, su forma de
hablar breve. Mucha arrogancia en el carácter, ningún rastro de esta tierna
humanidad, patrimonio de las almas bellas, que acercando a los súbdtos al
trono, los consuela de esa distancia penosa donde la suerte les hizo nacer. Ya
despreocupación por la moral y por la religión que la sostiene; una insuperable
aversión por todo cuanto contrariaba sus gustos; inflexibilidad en su humor; arrebato en los placeres; una
peligrosa inclinación a la venganza, encontrando fácilmente errores en lo que
la rodeaba; tan pronta para sospechar como para castigar, para producir males
como para mirarlos cara a cara con sangre fría; probando con ciertos rasgos que
cuando el amor inflamaría su corazón, sóo se abandonaría a sus arrebatos y
únicamente vería en él un fin útil. A la vez avara y pródiga, deseándolo todo,
invadiéndolo todo, sin conocer el precio de nada, sólo queriendo verdaderamente
a sí misma, sacrificando todos los intereses, incluso los de estado, al suyo
propio; halagada por el rango donde la suerte la colocaba, no para hacer allí
el bien, sino para encontrar la impunidad de tal; poseyendo, en fin, todos los
vicios, sin manifestar ninguna virtud.
Así era la hija del duque de
Baviera, así era aquella a quien la mano de Dios colocaba en el trono de
Francia, porque sin duda había hombres que castigar.
Antes de que Isabel partiese de
la corte de su padre, unos pintores fueron enviados allí para llevar al rey
retratos de esta princesa, y en el terror de que no gustase, ¡se exigió que
entrase en Francia bajo el disfraz de una peregrina! Unió a este el de la
virtud; pero sólo era por un momento.
El efecto que produjeron los
retratos en el corazón del rey fue tan vivo como pronto. Ardió en deseos de
poseerla desde que vio por primera vez su imagen: no tomaría, decía, alimento
ni dormiría, mientras esa hermosa joven no estuviese en su poder. Esto hizo que
la duquesa de Brabante dijese al duque de Bourgogne: Asegurad a vuestro sobrino
que curaremos muy pronto su enfermedad.
Efectivamente, se suprimieron
todos los preparativos de este himeneo que tenía que celebrarse, en principio,
en Arras, y al día siguiente de la llegada de la princesa, los dos esposos se
dirigieron a la catedral de Amiens donde se realizó la ceremonia. La reina fue
conducida allí en un carro cubierto con tela de oro, pues los carruajes con
imperiales no se conocían aún.
Algunos acontecimientos
desagradables turbaron las fiestas de un himeneo que no tenía que ser feliz,
como si estuviese escrito en el libro del destino que siempre una desgracia nos
advierte otra. Los flamencos se armaban contra Francia; fue preciso dejar los
torneos por una combates reales, y los dardos de Belona remplazaron a las
flechas del Amor.
Los lazos que Carlos acababa de
contraer no habían enfriado en absoluto en su corazón el gusto que sentía por
las arenas.
Se decidió, pues en un consejo
extraordinario que se emprendería algo sorprendente para esta campaña en
principio dirigida contra Inglaterra. Pero cuando las consecuencias revelaron
mejor las intenciones del duque de Bourgogne, se recordó con sorpresa que las
primeras proposiciones de esta guerra habían silo hechas por él.
Los preparativos se hicieron,
pues. Se necesitó dinero; no se podía contar ya con las economías de Carlos V,
el de Anjou lo había desvalijado todo. Se establecieron impuestos, se crearon
préstamos forzosos, que no reportaban ningún interés al que prestaba. Todos
esos recursos disgustaron, tenían muy poca gracia al empezar un nuevo reinado.
Los ingleses, aterrados por estos
preparativos, pusieron trescientos mil hombres en pie de guerra, y sin duda
hubiésemos triunfado sobre estas fuerzas sí, como sucede con demasiada
frecuencia en parecidas circunstancias, los intereses particulares no hubiesen
perjudicado al interés general.
Durante ese tiempo, los habitantes
de Gante tenía el proyecto de incendiar nuestra flota en el puerto de I´Ecluse
y aunque esa conspiración fracasó, proporcionó al duque de Bourgongne la idea
de dejar para el año próximo las empresas contra Inglaterra, para la ejecución
de las cuales había recibido ya sumas muy considerables.
Sin embargo, era preciso emplear,
al menos, a la armada; se la dirigió contra aquellos que proyectaron arruinar
nuestra flota, y la cuestión quedó aquí.
Desde este momento, cada uno
interpretó a su modo los designios del duque de Bourgogne; se atrevieron
incluso a acusarle de haber recibido dinero de los ingleses para mantenerse en
calma; este iba a parar a sus arcas así con las sumas dadas para emprender la
contienda, y las recibidas para no hacer nada.
Ese fue el espíritu que Isabel
encontró establecido en la corte de Francia cuando apareció en ella. ¿Es muy
sorprendente que ese geniecillo malvado se apoderase de ella a juzgar por las
disposiciones que acabamos de observar en su carácter?
Entre los señores que, desde la
llegada de esta joven princesa, se apresuraron a rendirle homenaje, uno, fue
más particularmente distinguido por ella; se llamaba Bois-Bourdon. Joven y
gallardo, lleno de gracias; con una facilidad maravillosa para todos los
ejercicios físicos, mérito cierto en un siglo de caballería; muchísima agilidad
a ingenio, y sobre todo ese algo que logra el triunfo en las cortes. Un hombre
así tenía que complacer a una mujer naturalmente inclinada al amor, y mucho más
preocupada por los ciudadanos de la coquetería que por los de su reputación.
Las notes proporcionadas por este gentilhombre nos den a conocer que el
ardiente amor que se atrevió a testimoniar a su soberana no tardó en ser
correspondido.
Apenas se formó esta unión Isabel
se aprovechó de ella para instruirse. Bois-Bourdon la puso muy pronto al
corriente de los acontecimientos de los que le era absolutamente esencial
apoderarse, sino quería convertirse en su victima.
-Es preciso participar en los
desórdenes de la corte de Carlos VI, señora –dijo este favorito-, si no se
quiere ser arrastrado por ellos. Al no poder poner diques al torrente, es
necesario abandonarse a su corriente; ella resbalará para usted sobre una arena
de oro, si tiene, como esas gentes, la destreza y la audacia necesarias para
volverla a su favor. Sólo se triunfa al lado de un joven príncipe, sin
experiencia y conducido por hábiles intrigantes, convirtiéndose en un
intrigante como ellos: si no les imita la temerán, y a partir de este momento
la perderán: les encadenará pareciéndose a ellos.
Estaría mal, lo sé, abrirse uno
mismo el camino; pero cuando está abierto, sería peligroso no seguirlo.
-Noble señor –respondió la
reina-, vos me guiaréis; me siento fuerte a vuestro lado. Presiento que las
acciones, cuyo mal paliáis a mis ojos, me alarmarán quizá alguna vez; pero como
me lo hacéis observar muy acertadamente, existen circunstancias en que es
preferible ser sacrificador que víctima; y si mi conciencia me atormenta, al
recordarme mi corazón que obro por vos, se calmarán muy pronto mis alarmas.
¿Qué peligrosa es la delicadeza
que sabe colorear de este modo el crimen!
-El rey –prosiguió Isabel- es el
mejor hombre del mundo, le estimo y le reverenció; pero su cabeza es muy débil,
y yo siento en la mía una energía que se avendría mal con la debilidad de la
suya.
>>No he venido a esa corte
para arrastrarme; mis aspiraciones mucho mayores que hacen concebir la noble
ambición de querer disponerlo todo aquí. Los tios del rey me presentan grandes
obstáculos; con razón me lo hacéis notar; y bien, les alejaremos, si se hacen
temer. El duque de Tourane, hermano de Carlos joven y lleno de ardor, secundará
nuestros designios, estoy segura; es preciso que le hagan mío.
-Amigo mío –respondió la reina-
os he probado mi amor; pero no esperéis ligeramente a vos, como podríais
exigirlo de una mujer ordinaria. El amor es a mis ojos una debilidad que en mí
cederá siempre ante el interés y la ambición; únicas inclinaciones que tenéis
que alimentar en mi corazón. Si nuevas relaciones ponen en juego estos dos
móviles de mi alma, las tomaré, no lo dudéis en absoluto, pero sin dejar jamás
de ser vuestra; vuestra fortuna no será por ello sino más rápida, y mis gozos
más completos. Todos, decís, roban en esta corte, me doy cuenta de ello; se
permiten en ella las más vergonzosas depredaciones; el de Anjou acaba de agotar
todas las economías de Carlos V; Bourgogne y Berri le remplazan; cada cual no
se ocupa sino de sí mismo; ¿por qué, pues no hacer lo mismo? Si en vos yo
hubiese encontrado virtudes, quizá las hubiee adopado: he encontrado lo
contrario… ¡y bien!, os lo repito, Bois-Bourdon, vos me guiaréis. Soy muy joven
vos tenéis la experiencia necesaria para darme buenos consejos, los seguiré mientras
estén de acuerdo con mis ideas, los rechazaré cuando las contraríen.
Bois-Bourdon se deja caer a los
pies de su soberana, protesta de su fidelidad; jura el secreto más inviolable,
y el crimen, con sus manos repugnantes, acaba de anudar los lazos sublevantes
de esta funesta asociación.
En los preparativos del segundo
armamento proyectado contra Inglaterra, el condestable de Clisson imaginó una
villa que tenía que transportase con los buques de desembarco; esta fortaleza
era capaz de alojar a una armada entera y tenía que servir como fortín, al
posarse en la plaza enemiga. Nada igualaba por otra parte al lujo y a la
magnificencia de los buques destinados a esta expedición.
La manera de pensar general era
entonces que el duque de Bourgogne, muy unido al partido inglés, conseguiría
hacer fracasar todavía esta segunda empresa. Efectivamente, no tuvo lugar, pero
las sospechas se disiparon, y sólo se criticó la lentitud con que el duque de
Berri se había dirigido al puerto de l´Ecluse, punto de reunión y de partida;
esta subversión de ideas no se debió a otro sino al duque de Bpirgonge, en su
deseo de disimular mejor.
Durante la ausencia de la corte,
que acababa de partir en dirección a Flandes, el duque de Touraine, hermano del
rey se quedó en París.
Joven, impetuoso y fervoroso, no
fue sin emoción que se encontró a solas con Isabel, por así decirlo, quien, por
su parte, creyó que tenía que aprovechar esta circunstancia para introducir en
sus intereses a un hombre tan necesario para los proyectos que había concebido
ya, a pesar de su juventud, y de los que hemos visto que había hecho participe
incluso a Bois-Bourdon. Pero con la intención de conservarles a ambos, creyó
que tenía que dar cuenta a éste de los progresos muy reales que había
conseguido.
-Querido amigo –le dijo en
consecuencia- os acordáis de todo cuanto os dije a propósito de mi cuñado; le
participé la necesidad que tenía de él; le testimonié el placer que sentiría
encadenándole a mi carro: lo he conseguido, Bourdon, Touraine lo puede todo
sobre mi esposo; quiero conseguir todo el poder posible sobre Touraine. Sabed
plegaros a la circunstancias, amigo mío: no querré al duque sino lo necesario
para nuestros comunes intereses: no es en absoluto una infidelidad que yo hago,
es una obga maestra de intriga y de combinaciones. Sed siempre discreto, no os
esconderé nada; vos serés útil a mis proyectos; yo serviré a los vuestos, y nos
encontraremos cuantas veces la ambición, el amor, o el interés nos reunan.
Nuevos juramentos de fidelidad
por parte del favorito; y 1 a la intriga se anudó con el duque.
-Vos no estáis en el lugar que os
corresponde, mi querido hermano- dijo un día Isabel al señor de Touraine-;
Carlos es incapaz de reinar; debería corresponderos el trono; obremos de común
acuerdo al menos para ilustrarle, sino podemos conseguir colocar en el trono al
único hombre que está hecho para sentarse en él.
-Mi ambición iguala a la vuestra,
señora –respondió el duque-, y veo con tristeza que unos hombres desaprensivos
y perversos se apoderan a la vez del espíritu del monarca y de la fortuna de
sus pueblos. Por dos veces ya el duque de Bourgogne ha hecho fracasar unas
resoluciones cuyo triunfo podía ser muy glorioso para Francia, y cuya
inejecución empobrece el pueblo y sólo le enriquece a él. Es preciso, o
obstaculizar parecidos desmanes, señora, o apoderarnos del provecho. Unamos
nuestros intereses como nuestros corazones y sea lo que sea lo que pudiera
constar, que todo se inmole a nuestras pasiones: no existen ya, en este siglo
de intriga y de debilidad, otros medios con que triunfar.
Este fue el segundo pacto que
aseguró las desgracias de Francia; éste fue el origen de esas turbaciones
horribles que tenemos que pintar… ¡De qué plagas en efecto tiene que estar
amenazada una nación que sólo ve en sus sostenes y en sus duelos a unos
expoliadores y a unos trapaceros!
Una nueva prueba de la rapacidad
del duque de Bourgogne se presentó con la muerte singular del rey de Navarra, a
cuyos bienes aspiraba y de los que supo apoderarse en detrimento de los
herederos de este príncipe.
Una tercera expedición contra
Inglaterra se puso aún sobre el tapete. El tiempo era propicio: la debilidad
del gobierno inglés, que no tenía por aquel entonces que oponer sino un joven
monarca sin crédito, sin fuerzas y gobernado como Carlos por unos parientes que
le arruinaban y le oprimían deshonrándole; todo concurría, se ve bien claro, al
triunfo del proyecto concebido, y Ricardo II, en el trono de Gran Bretaña,
parecía garantizar los triunfos de Carlos VI en Francia.
Pero demasiados intereses tenían
que hacer fracasar todavía esta nueva empresa que, por las precedentes, no
llegó a realizarse. Se pretendió que el duque de Bretagne era esta vez la causa
y, ciertamente, todas las pruebas anteriores de su infidelidad bastaban esta
vez para legitimar las sospechas. Fue imposible dudar de su amistad con los
ingleses; pero por otra parte ¿podía saberse hasta qué punto el duque de
Bourgogne participaba en esta amistad? Sabemos lo que pensaba Isabel y
Touraine: ¿en qué manos se encontraba, pues el infortunado Carlos y su
desgraciada nación?
Pero derramemos un poco de luz
sobre los motivos del bretón; será el medio para aclarar muchos otros hechos.
El mayor de los hijos de Carlos
de Blois estaba por aquel entonces prisionero de los ingleses. El duque de
Bretagne, su padre, se había propuesto procurarle la libertad, y rehusó hacerlo
cuando se le requirió que mantuviese su palabra. El condestable de Clisson se
sintió atraído por este joven príncipe, y quiso que desposase una de sus hijas:
el duque aceptó. Sólo quedaba por obtener la libertad del joven prisionero: el
condestable se dirigió al duque de Irlanda que hacía todo cuanto quería de
Ricardo. Obtuvo lo que deseaba; pero el duque de Bretagne furioso al ver que
Clisson obtenía algo que él había prometido y en lo que no quería mezclarse ya,
juró odio eterno al condestable, y el primer rasgo de este odio nos parece
demasiado interesante para suprimirlo. La manera sorprendente con que desvela
otros acontecimientos necesarios a nuestro tema, nos impone por otra parte el
deber de contarlo, por poco conocido que sea.
El duque de Bretagne invitado un
día a visitar al condestable su castillo de l´Hermine bajo el pretexto de
recibir sus consejos en lo referente a la parte de las fortificaciones, en las
que Clisson estaba muy instruido, le hizo penetrar en las torres del castillo.
En la puerta de una de estas torres, el condestable, antes de entrar, realizó
algunas ceremonial acostumbradas; pero obligándole el duque a entrar, Clisson
obedeció. Apenas pasó que, a una señal del duque, las puertas se cerraron al
instante y el condestable fue cargado de cadenas. En el acto, Bavalan, que
mandaba en esta fortaleza, acude a recibir las órdenes de su señor y recibe la
de coser al condestable en un saco y echarlo al río. <<Su orden es
bárbara, monseñor –responde Bavalan-; pero tengo que obedecerle, es mi
deber.>> Desde el amanecer, el duque impaciente manda llamar al oficial
para saber las consecuencias de la ejecución de sus órdenes. <<Monseñor,
están cumplidas o, responde Bavalan. <Desgraciado, ¿qué has hecho? ¿No
reconociste el principio que las dictaba?>> <<Lo reconocí, mi
señor; y por eso el condestable está lleno de vida.>> <<!Ah!, amigo
mío, lo debo la mía, abrázame, Bavalan, y cuenta con mi eterna protección; lo
debo a la vez el honor y la vida.>>
Pero así es el desarrollo del
corazón humano: el crimen se concibe en el delirio de las pasiones; el
remordimiento lo castiga o lo previene; al regresar toma muy pronto funestos
derechos que la virtud no puede aniquilar.
Carlos de Blois, en un principio
muy satisfecho por haber conservado la vida al condestable, no quiso soltarle
sin un fuerte rescate. Clisson se quejo al rey quien, para vengar a su
condestable, quiso llevar inmediatamente la guerra a Bretagne; pero el duque de
Bourgogne, que compartía demasiado bien con Carlos de Blois los sentimientos de
éste con respecto a Inglaterra, supo hábilmente desbaratar este proyecto y se
contentaron con obligar al duque de Bretagne a devolver el dinero que había
recibido del condestable y el de sus dignidades que había guardado como fianza.
Carlos, por toda respuesta, abre sus ciudades a los ingleses aunque los expulsa
después en seguida, presentando sus excusas al rey y fingiendo reconciliarse con
el condestable, contra el que sin embargo, no cesa de alimentar gérmenes de
odio, y todo esto debido a una consecuencia de este carácter versátil y débil
que, como acabamos de ver, le obligue a pasar del insulto al remordimiento, y
del remordimiento a la bajeza; carácter que es tan desagradable encontrar como
pintar. Ese es el rasgo que hemos considerado necesario citar para aclarar la
tortuosa conducta del duque de Bretagne.
En una palabra, así se disipaba
todo el dinero del reino: se realizaban sin cesar pequeñas expediciones, nulas
para la gloria del estado, y únicamente útiles a aquellos que conseguían dinero
a través de ellas.
El rey acababa de cumplir
veintiún años cuando se convocó una asamblea de los príncipes de sangre real y
de nuestros prelados, en la que, exposinedo claramente todo el peligro de las
depredaciones de los tíos de su majestad, se decidió que Carlos tenía que
reinar por fin por sí mismo. El cardenal de Laón apoyó resueltamente esta
decisión, con la que los duques de Bourgogne y de Berri, que no la esperaban,
se irritaron vivamente. Entonces el rey volviéndose hacia sus tíos les dio las
gracias y les dijo que se atenía al consejo que recibía. Al día siguiente, el
cardenal fue envenenado.
Eso es lo que se arriesgaba en
estos siglos de minoridad, en qua la anarquía qua alimentaba al egoísmo le
convertía necesariamente en el enemigo capital del que contrariando sus
intereses los suyos no podían abarcar sus mires. El fin trágico del cardenal causó
macho ruido; pero fue fácil descubrir de donde provenía el golpe; lo fue
igualmente aclarar la participación qua Isabel había tenido en la deliberación
qua empujaba al rey a abandonar la tutela de sus tíos. Esaba claro que la
convocatoria de esta asamblea y la deliberación que se decidió en ella no era
más que el efecto de las intrigas de Isabel con el duque de Touraine: ambos al
querer conducir al rey a su gusto tenían el único fin de alejar del él cuanto
estorbaba esta intención.
<<Estos intrigantes han
robado ya bastante –decía Isabel al duque de Touraine-; ahora nos toca a
nosotros…>> ¡Y sólo tenía diecinueve años cuando esta mujer audaz se
atrevía a hablar así!
Todo cambió en la corte desde el
momento en que los tíos paternos del rey se retiraron; el duque de Bourbon, tío
materno, y el duque de Touraine, que desde ahora llamaremos siempre el duque
Luis de Orléans, fueron los únicos que permanecieron al lado del monarca. Los
cortesanos cambiaron igualmente; todos aquellos que habían adulado a la antigua
corte desaparecieron. Fueron remplazados por los del momento entre los que
Bois-Bourdon supo guardar su rango.
Luis ignoraba la participación de
este joven caballero en los favores de la reina; pero nosotros sabemos que
Isabel no ocultaba en absoluto a Bois-Bourdon que su cuñado era su amante: se
convirtió, pues en el confidente de su manceba sin serlo de su rival. Sólo en
las cortes corrompidas se observan semejantes singularidades; las del siglo
XVIII podrían proporcionar algunos ejemplos.
Era el marqués de Craon el que
poseía toda la confianza del joven de Orléans. ¿Lo que había hecho al duque de
Anjou le convertiría en digno de este puesto…? ¿Pero son buenas costumbres lo
que desean los príncipes en los confidentes de sus errores?
Los otros cortesanos que
empezaron a mostrarse entonces fueron Montiagu, Vilaines, Mercier, La Riviére,
etc. Estaban apoyados por el condestable que acababa de recuperar su crédito a
causa de la caída del duque de Bourgogne, siempre unido a Carlos de Blois,
irreconciliable enemigo de Clisson.
Se formó un consejo de estado
compuesto por dos mariscales de Francia, por nueve miembros más y por el
condestable. Armant de Corbie, primer presidente, fue hecho cantiller en lugar
de Pedro Degiac que murió aquel año. El cuidado de la policía de París fue
confiado al preboste de la ciudad, y se efectuaron muchos cambios en la
capital, por aquel entonces repleta de bribones subalternos que no hacían otra
cosa sino imitar a sus jefes, y que sólo
por esto merecía la expulsión. Ellos y los mendigos, viles deshechos de la
sociedad, vivían en un barrio privilegiado llamado la corte de los milagros,
por la facilidad que tenían estos bandidos en hacer desaparecer a su gusto las
llagas que sólo presentaban a miradas del público para interesarle.
Si la verdadera sabiduría hubiese
presidido todos estos cambios, sin duda tenía que ser la paz el resultado de
ello; sin embargo, en apariencia empezaron a trabajar por la consecución de la
misma. Pero si Francia se encontraba desembarazada de los partidarios de
Inglaterra, los que les remplazaban no eran amigos menos cálidos de esta nación
contra la que sólo se trabaja de declarar la guerra para conseguir dinero de
los ingleses que la temían y de los franceses que no la querían.
El duque de Bourgogne probó la
eficacia de este doble monopolio; en la nueva corte muchos iban a convertirse
en sus imitadores.
Algunos éxitos, sin embargo,
coronaron estas últimas negociaciones, en las que Ricardo II tenía por lo menos
tanto interés como Carlos VI y a mediados del año siguiente se consolidó el
proyecto. Las hostilidades se suspendieron.
Pero la actividad del joven rey
no se acomodaba a estas demoras y fueron precisas unas fiestas que le
disipasen: esta ocupación correspondía a la reina, iba muy bien con sus gustos.
La ceremonia del grado militar conferido
al hijo del duque de Anjou, se convirtió en el motivo de un torneo en el que
Carlos apareció, llevando como emblema un sol de oro; el hijo del duque de
Bourgogne llevaba uno de plata.
Los caballeros entraron en la
liza conducidos por las mujeres más distinguidas. Cuando los combatientes
estuvieron en la entrada del campo, las demás que les habían acompañado les
dieron un beso y se separaron de ellos, exhortándoles para que mereciesen el
favor que les otorgaban… ¡Feliz siglo en que al abrazar el amor al honor,
comunicaba a este segundo sentimiento todo el calor del primer!
Las damas iban a colocarse
después en los estados que rodeaban la liza; se convertían en jueces del campo,
y concedían el premio al vencedor.
Todo se desarrolló
satisfactoriamente durante este torneo; pero unas acciones hijas de la última
indecencia mancillaron el baile que siguió; no se respetó allí ni el pudor de
las mujeres ni la virtud de las doncellas. Estos excesos hicieron murmurar. La
reina y el duque de Orléans, lejos de reprimir estos desórdenes, se vieron
acusados de haberse prestado a ellos: si sus acciones siguientes lo hacen
creer, se tienen que perdonar las sospechas de aquellos que les acusaron de
éstas.
Un servicio solemne en
Saint-Denis, en honor del condestable Duguesclin, calmó un poco los espíritus:
es agradable ver a la virtud extender un imperio. Clisson, compañero de armas
de este guerrero famoso, dirigió la ceremonia cuyo esplendor fue digno del que se
celebraba para la gloriosa memoria.
Por aquel entonces el duque de
Orléans desposó a Valentina de Milán, hija de Galéas de Visconti y de Isabel de
Francia, hermana de Carlos V. Era por consiguiente prima hermana del duque de
Orléans, cuyos sentimientos, como se ve, se quedaban en familia, puesto que
tenía a su prima por esposa y a su cuñada por amante. La escisión de la
iglesia, dirigida entonces por dos pontífices, disculpaba la despreocupación
con que eran vistos tales desórdenes., que una armonía más perfecta no hubiera
seguramente tolerado. Este matrimonio no alteró en absoluto la secreta unión de
Isabel y del contrayente; quizás incluso, según los planes misteriosamente
concebidos por estos dos amantes convenía mucho más a sus proyectos: la continuación
nos lo explicará. Este himeneo excitó vivamente los celos del duque de
Bourgogne; fue la primera fuente de la división de estas dos poderosas cases,
cuyos odios fueron tan funestos para Francia.
Como quiera que fuese, este
acontecimiento dio lugar a nuevas fiestas y por este tiempo se preocuparon de
la entrada de la reina en la capital de su reino.
Esta ceremonia concerniente a la
historia de esta princesa es por otra parte demasiado propicia para dar a
conocer el lujo y la magnificencia de este siglo para que nos permitiéramos
suprimir sus detalles copiados por entero de los mismos textos de los
historiadores más acreditados.
<<Tuvo lugar el 24 de
agosto de 1389 en la época en que la reina se acercaba a los veinte años. Toda
la corte se dirigió a Saint-Denis donde se dispuso el orden que tenía que
observarse. Doscientos burgueses vestidos con trajes mitad rojos y mitad verdes
recibieron a Isabel más allá de las puertas. Entró en litera descubierta
escoltada por los duques de Bourgogne, de Berri, de Bourbon y de Orléans, de
Pedro, hermano del rey de Navarra y del conde de Estrevant. Las duquesas de
Berri y de Orléans seguían la litera, montadas en palafrenes cuyas riendas eran
sostenidas por príncipes. Las otras princesas, como la Reina Blanca, la duquesa
de Bourgogne, la condesa de Nevers, su nuera, la duquesa viuda de Orléans, la
duquesa de Bar, iban en literas descubiertas, acompañadas por príncipes de
sangre real y por los más grandes señores que escoltaban los lados de cada
carruaje. Las damas de su séquito iban en carros cubiertos o a caballo,
rodeadas y seguidas de escuderos y de caballeros.
>>A la entrada de la
ciudad, la reina se encontró con un cielo estrellado donde cándidos niños
vestidos de ángeles recitaban cánticos. La Santa Virgen aparecía en medio
sosteniendo entre sus brazos “a su pequeño, el que se divertía por su parte,
con un pequeño molinete hecho con una gruesa nuez.” Se había revestido la
fuente de Saint-Denis con una tela sembrada de flores de lis de oro. Unas
jóvenes extremadamente arregladas cantaban melodiosamente y presentaban a los
paseantes “clarete, hipocrás y pimiento” en unos jarros de oro y de plata.
>>En un estrado levantado
delante de la Trinidad, unos caballeros franceses, ingleses y sarracenos
representaban un combate llamado “el torneo del rey Saladino”.
>>En la segunda puerta de
Saint-Denis, se veía en un cielo sembrado de estrellas, “Dios en su majestad y,
a su lado, niños del coro cantaban muy
dulcemente en forma de ángeles”.
>>Cuando la reyna pasó bajo
la puerta dos de estos niños se separaron y fueron a colocarle sobre la cabeza
una corona enriquecida con perlas y pedrería; cantando estos cuatro versos:
Señora nacida entre flores de lis
Reina, ¿sois del paraíso?
Desde Francia y de todo el país
Nos vamos a paraíso
>>Más
lejos estaba una sala de concierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario