jueves, 15 de agosto de 2019

Escribir por escribir 4

>>Isabel que veía con tanta satisfacción como sorpresa estas maravillas del tiempo, se detuvo algo más todavía a considerar el nuevo espectáculo que el tribual de París ofreció a sus ojos: era una fortaleza de madera, en cuyas almenas se encontraban hombres de armas en facción. Sobre el castillo aparecía un lecho dispuesto donde yacía “Madame Sainte Anne”: era, decían, el símbolo del lecho de la justicia; el decorador tenía prevista sin dude la divina posteridad de la Santa; a cierta distancia había imaginado un bosque de donde se vio salir corriendo a un ciervo blanco que se dirigió al lecho de la justicia, un león y un águila, que salieron del mismo bosque, fueron a atacarle: en ese mismo instante doce doncellas con la espada en la mano se dispusieron a defender el lecho de la justicia y al ciervo. Carlos había adoptado por emblema la figura de este animal. Un hombre escondido dirigía con la ayuda de un resorte los movimientos del ciervo, que cogió una espada con la que agitaba el aire; parecía amenazador y miraba a todas partes con los ojos inflamados.
               >>A eso se limitaba la destreza de los maquinistas de este siglo.
               >>La reina se disponía a entrar en el “Pont au Change”, cuando un acróbata descendió con rapidez por una cuerda tendida desde lo alto de las torres de Notre-Dame hasta el puente. Como ya era tarde, sostenía en cada mano una antorcha encendida.
               >>El rey tuvo la curiosidad de asistir a todos esos espectáculos, y montó a ese efecto en la grupa del caballo de Savoisi, uno de sus chambelanes, arriesgándose a ser golpeado y expulsado por los agentes de la policía. Esta aventura fue el tema de las bromas de la noche.
               >>El obispo de París recibió a la reina a la entrada de la catedral; ésta realizó sus ofrendas que consistían en cuatro piezas de tela de oro, a las que añadió la corona que había recibido al entrar; en seguida le pusieron otra.
               >>Al día siguiente tuvo lugar la ceremonia de la coronación en la capilla santa del palacio. Isabel se dirigió a la iglesia, con la corona en la cabeza y los cabellos flotando. Toda la corte comió en el gran salón del palacio.
               >>Durante el festín, se representó ante los convidados el sitio de Troya; se llamaban entremeses a esa clase de representaciones. Los centros de orfebrería adornados con figuras con los que adornamos nuestras mesas nos recuerdan estos usos antiguos, reducidos a proporciones más agradables y menos embarazosas. Los días siguientes transcurrieron entre bailes y torneos precedidos y seguidos de festines espléndidos. Al final de una comida que el rey ofrecía a las damas en el salón del palacio, entraron dos jóvenes señores, armados completamente; les divirtieron con un combate en el que numerosos caballeros tomaron parte, uniéndose a los dos campeones.
               >>Cuarenta de los principales burgueses encargados de traer al monarca los presentes de la ciudad, fueron a ofrecerle en el palacio Saint-Paul, cuatro recipientes, seis palanganas y seis platos de oro; Carlos los recibió y les dijo: “Muchas gracias, buenas gentes, son hermosos y valiosos”.
               >>Los presentes destinados a la reina, llevados hasta la habitación de esta princesa por dos hombres disfrazados, uno de oso, el otro de unicornio, era una nave de oro, dos frascos grandes, dos platillos de servir la gragea, dos saleros, seis recipientes, seis palanganas del mismo metal y dos platillos de plata. Dos hombres ennegrecidos y disfrazados de moros trajeron la vajilla, igualmente presentada a la duquesa de Orléans; estos presentes costaron a la ciudad sesenta mil coronas de oro.
               >>Los Parisienses conservaban la esperanza de obtener por medio de estas demostraciones de celo algunas disminuciones de impuestos; pero sus esperanzas se desvanecieron con la partida de la corte. Los impuestos se aumentaron; un cambio de moneda acrecentó su descontento; el curso del dinero antiguo se prohibió bajo pena de muerte; y como estos cambios abarcan hasta las monedas de menor valor, llamadas “petits blancs”, el pueblo sufrió mucho y se quejó más aún.>>
               Apenas estas importantes ocupaciones estuvieron terminadas el rey partió hacia Avignon con el deseo de ver al papa Urbano que por aquel entonces habitaba allí. Deseoso de volar con sus propias alas, no quiso permitir de ninguna manera que sus tíos le acompañasen en su viaje que proyectaba al mismo tiempo por sus provincial meridionales, por medio de que perjudicasen las intenciones que había concebido y de las que una de las principales era verificar cuales podían ser en Languedoc los motivos de las quejas levantadas contra el duque de Berri que entonces mandaba allí y que había ocasionado Belisac, secretario del duque. Más de cuarenta mil familias desoladas huyeron de esta provincia para refugiarse en España, a donde llevaron su bienestar y su industria… Había llegado el momento de remedia tales abusos. Belisac torturado confesó unos delitos, tales, que le merecían la última pena. Este secretario, en esta desgraciada circunstancia, no tuvo otra ocurrencia mejor para escapar del peligro que le amenazaba que la de tentar a la reina, que había acompañado al rey, ofreciéndole una suma inmensa.
               Con una mujer como Isabel el medio era infalible; hubiese vendido Francia entera por la mitad de lo que le ofrecían. Desde este momento, se las apaño con el duque de Berri, quien para agradecerle su intervención, le remitió por su parte sumas por lo menos tan elevadas como las dadas por Belisac. Se convino desde entonces en este pequeño comité que Belisac haría unas declaraciones falsas y totalmente opuestas a las depredaciones de que se le acusaba, pero como el rey quería que sirviese de ejemplo, puesto que se ponía al abrigo de los crímenes que le eran imputados legítimamente, era preciso al menos encontrarle otros; se decidió que le acusarían de ateísmo; lo que, en estos tiempos de tinieblas y de superstición, le conduciría igualmente al patíbulo, sin embargo, con muchos más medios con que obtener gratis, puesto que sólo dependía ya de la justicia eclesiástica, de cuyas manos era casi seguro sacarle por el inmenso crédito que tenía el duque de Berri con el papa. Pero de esta manera se le perdió más fácilmente; el rey, furioso por un subtertugio que iba a devolver a la sociedad a mi culpable del que era tan necesario liberarla, obstaculizó todos estos medios escapatorios y Belisac fue condenado a la hoguera. Al subir al cadalso, quiso retractarse del crimen de ateísmo por el que se encendían las hogueras, y confesar el del peculado, el único que pudo imputársele y del que creía firmemente que le salvaría Isabel ante el terror de verse comprometida por las confesiones que podía hacer. Pero la reina hábil como el hombre que podía perderla empleó todo su crédito para apresurar el juicio, y el desgraciado Belisac tuvo que pagar a la vez, con la muerte más cruel, su desacertada seducción y el crimen que la había motivado.
               Estos eran los comienzos de Isabel; eso era lo que ejecutaba en la feliz edad en que la naturaleza parece colocar sólo en nuestras almas el candor y la afabilidad.
               ¿Se sorprenderán por lo que siguió?
               El condestable de Clisson había influido prodigiosamente tanto en la revelación de las conclusiones del duque de Berri como en el proceso de Belisac: Isabel que no lo ignoraba, desde este momento empezó a odiarle. Pudo querer la pronta ejecución del secretario, mientras temía sus confesiones; pero desde que Belisac la pagó bien, ya no había deseado su muerte, y tenía que odiar, pues, al que la ponía a la vez en la imposibilidad de recibir ya nada más de su cómplice y que le hacía temer sus indiscreciones, así fue que no perdonó jamás al condestable. El duque de Berri compartía este resentimiento: será necesario acordarse de esta particularidad, cuando se verá que Clisson se convierte en la victima de estos odios, cuyos gérmenes se encontraban también en el alma del duque de Bretagne que, como se vio, se había vengado ya del condestable, enemigo capital de los ingleses que protegía tanto Carlos de Blois.
               Las declaraciones de Bois-Bourdon a las que nos vemos obligados a recurrir con frecuencia, para establecer la verdad de los hechos que contamos desmienten formalmente aquí a los historiadores que nos dicen que la reina no realizó el viaje por el Languedoc; las pruebas que dan de ello consisten en una preendida apuesta hecha entre el rey y el duque de Orléans cuyo fin era saber quien ale los dos llegaría más pronto de Montpellier a Paris, tiara reunirse con sus mujeres; la apuesta pude existir, pero el rey no podía tener por motivo el deseo de ver a su mujer, puesto que no se había separado de ella. Cuando parecidos errores esparcen tanta oscuridad sobre las verdades históricas, ¿cómo puede permitírseles?
               Isabel que acababa de sentir hasta qué punto la presencia del rey la molestaba para exacciones parecidas a las que había hecho, con el fin de encontrarse más a gusto, y sobre todo mucho menos observaba, proyectó alejar a su esposo incitándole a emprender algunas empresas lejanas que le permitiesen reinar sola por completo.
               -Señor – le dijo un día- vuestro gusto y vuestro talento para las armas languidecen en una imperdonable ocisidad; vuestros generales y vuestros soldados se enervan en el seno de la indolencia, y yo veo desde aquí que la blandura borra con sus dedos flexibles las páginas de la historia de un reino que vos podríais hacer más glorioso. Si el más hermoso y el más noble de los proyectos fracasó con san Luis, vuestra majestad conoce las causas: más ocupados de su ambición y del deseo de conseguir reinos, los héroes de las cruzadas sacrificaron a una gloria muy culpable de la religión; os corresponde reparar esta falta, Señor. Todos vuestros guerreros arden en deseos de seguiros en una expedición tan piadosa. Volad a su cabeza a liberar el sepulcro del Redentor de los hombres; apresuraos a arrancar de las manos de estos infieles, cuya sola presencia mancilla este monumento sagrado de la más respetable de las religiones. El cielo bendecirá la empresa, y estos laureles que por mi voz os invita a coger, formarán la corona celestial que depositaréis un día a los pies del trono de Dios. Me quedaré gobernando vuestro reino, y mis cuidados se partirán entre los que me impondrán los deberes que me habréis confiado, y las ardientes plegarias que dirigiré cada día al cielo para el éxito de una conquista tan digna de vuestro coraje y vuestras virtudes.
               Isabel conocía bastante el espíritu supersticioso de su esposo para esperarlo todo de esta efervescencia.
               -¡Oh, sí, sí! –respondió el rey con entusiasmo- sí, querida esposa, soy digno de reparar las faltas de mis antepasados; vuestra voz celestes acaba de producir en mí la misma impresión que sintió Moisés en el monte de Horeb al recibir de Dios, que se le apareció en la zarza ardiendo, la orden de liberar a sus hermanos del yugo vergonzoso del Faraón.
               Carlos lleno de ardor lo dispuso todo; y esta nueva extravagancia iba a ejecutarse, si no se hubiese observado en el consejo muy razonablemente que era preferible trabajar en la reunión de la iglesia, por aquel entonces dividida por un cisma, que partir a la conquista de un sepulcro.
               Las resoluciones cambiaron; pero Carlos quiso al menos dirigirse a Italia para obligar a los romanos a someterse a la obediencia del papa Clemente.
               En cuanto a Isabel, se consoló al ver fracasar sus primeros planes: en primer lugar por la substracción de las sumas ya retiradas para la expedición de Palestina, que prometió al rey guardar en el caso de que el proyecto se renovase; después por las que, mucho más considerables que las primeras, recibió del papa para fortalecer las nuevas resoluciones que el rey acababa de adoptar.
               Una vez decidida la guerra de Italia, se levantó el cuadro de las tropas de destinadas a pasar los montes. El rey tenía que conducir cuatro mil lanzas; los duques de Bourgogne y de Berri dos mil lanzas cada uno; el duque de Bourbon mil; el condestable dos mil; y mil tenía en fin que partir bajo las órdenes de Couci y de Paul.
               Carlos alentó al duque de Bretagne a que le siguiera; pero éste no hizo ningún caso de una proposición que sus propios intereses le impedían acoger, y que era tan fuera de lugar como inútil.
               El duque de Orléans se quedaba, y puede juzgarse hasta que punto Isabel se regocijaba con este arreglo.
               <<Deja allá estos laureles bendecidos –decía a su amante- unos mirtos más dichosos lo esperan en mi seno. Los intereses de la religión son más sublimes que los del amor, estoy conforme, pero son lo bastante fuertes como para sostenerse por sí mismos: apoyemos los nuestros sólo, no conozco otros más sagrados.>>
               Los políticos pudieron observar desde entonces que se formaban dos partidos muy marcados en la corte. A la cabeza de uno estaba la reina, que sólo deseaba, como acabamos de ver, el alejamiento del rey, a fin de aumentar con esto su tesoro y su fuerza.  A la cabeza del otro se encontraban los duques de Bourgogne y de Berri, poco peligrosos para Isabel quien, siempre apoyada por el dique de Orléans, estaba segura de aprovechar la ausencia del rey si se alejaba, y de engañarle si se quedaba.
               De esta escisión resultó que en lugar de gozar apaciblemente de la paz general, cada uno pensó únicamente en fomentar guerras internas para enriquecerse a expensas unos de otros en las perturbaciones que acarrearían.
               El condestable, buen servidor del rey, y por consiguiente gran enemigo de Isabel, no podía conseguir que el duque de Bretagne observase sus compromisos; éste, muy inglés de espíritu y de corazón se encontraba unido al partido de la reina que estaba en buenas relaciones con los enemigos de su reino, cuyos cofres se abrían siempre para ella, sea porque necesitasesn guerras, sea porque las temiesen.
               Se enviaron a Rennes unos diputados que se dieron cuenta muy pronto de que el duque les engañaba, y obraba como un hombre seguro de que en acontecimiento muy cercano le libraría muy pronto de sus deberes.
               Es necesario observar que en esta época la mala pasada que había hecho el duque al condestable había tenido ya lugar, y que este príncipe subía los impuestos para devolver el rescate que había recibido del condestable.
               El marqués de Craon, del que ya hemos hablado, y de cuya inmoralidad es preciso acordarse, desempeñaba un importante papel en la corte. Amigo y confidente de los amores del duque de Orléans y de la reina, ocupaba al lado de este príncipe el mismo cargo de confianza que Bois-Bourdon al de su soberana: únicamente ellos eran los poseedores del gran secreto de esta intriga. El marqués de Craon era pariente del duque de Bretagne, gran enemigo del condestable: esta reunión de circunstancias le adhería al partido de Isabel, y fue por mediación suya que la reina aseguró al duque de Bretagne el calor con que le sostendría en todos los tiempos. A pesar de todos esos motivos para estar profundamente unido a los intereses de los dos amantes, Craon traicionó la confianza que tenía en él. Hizo a Valentina de Milán algunas revelaciones indiscretas, sin pensar que caía él mismo en las trampas que tendía a los otros. Esto requiere algunas aclaraciones.
               Existía entre el duque, Isabel y la duquesa de Orléans una culpable asociación que, por horrible que fuese, preservaba sin embargo, al de Orléans y a la reina de todos los peligros de la indiscreción. Carlos tuvo la misma debilidad que el duque de Orléans: éste amaba a la mujer de su hermano y Carlos amaba a su cuñada. Desde este momento, Isabel cedió de buena gana a su esposo a Valentina, con la condición de que ésta le cedería el suyo. Todo iba sobre ruedas, y Carlos, sin sospechar un pacto que le hubiese enfurecido, estaba contento sin embargo, del precio al que sus enemigos le cobraban su felicidad.
               Las indiscreciones del marqués no estorbaron, pues nada, se sabía lo que tenía que decir; pero le valieron la completa enemistad de Isabel y por contrapartida la de los otros dos. Se resolvió la venganza y unos pretextos se presentaron fácilmente; la conducta de Craon proveía muchos. El imprudente marqués cayó en desgracia. Encargado, como hemos dicho, de algunas negociaciones de parte de la reina, con el duque de Bretagne, fue en sus estados donde corrió en busca de asilo. Prevenido el duque se guardó muy bien de aclarar nada a Craon; pero encontrándole muy propicio para servir a su venganza del condestable, le persuadió del que sólo a Clisson debía sus desgracias; el marqués le creyó; se sabrá muy pronto lo que resultó de ello.
               Por lo demás, nada tan hábil como el cambio que el duque en esta ocasión supo dar al desgraciado Craon; pues armaba por este medio, uno contra otro, a dos poderosos enemigos de la reina, del duque de Orléans y de él mismo. Existen pocos políticos más sombríos y más flexibles, puesto que el duque se cuidaría con esto de reconciliar, cuando quisiese, a Craon con la reina, y de conservar así un agente siempre seguro de su comprensión con esta princesa. Por lo demás, era probable que ésta perdonase al marqués, puesto que de hecho, no había estropeado nada con sus indiscreciones y que había servido de mucho, armándose, como va a verse, contra Clisson mucho más peligroso que él.
               Todo lo que acabo de decir se preparaba en Tours., en una entrevista convocada entre el duque de Bretagne y el rey, y a la que Isabel, presurosa por ver al duque, no había faltado.
               Allí, el condestable apareció con una suntuosidad por lo menos parecida al aparato verdaderamente insolente que desplegó el duque de Bretagne. La reina, mediadora de esta entrevista, servía a la perfección a un príncipe de que creía tener tanta necesidad para los proyectos ambiciosos que alimentaba desde hacía tiempo.
               Allí el duque la reconcilió con Craon, allí Isabel acordó el matrimonio del duque de Bretagne con una de sus hijas, y se concertó esa pérfida alianza cuyo único fin era dar a Inglaterra un lustro más, aliando a Francia un príncipe que servía tan bien a sus enemigos. Una vez cimentados estos lazos. Cada cual regresó a sus estados.
               Tan pronto como el duque de Bretagne se encontró en Rennes y siempre por las instigaciones de Isabel, sólo pensó en romper todas las promesas ilusorias que había hecho a su soberano.
               Al regreso de este viaje el rey comenzó a sentir los primeros síntomas de manía. Con otros medios que los que se usaron, quizá se hubiesen prevenido las consecuencias de este accidente; pero como desgraciadamente se tenían muy pocas ganas de lograr esta curación, que unos motivos fáciles de adivinar tenía más bien que retardar en vez de avanzar, sólo se emplearon fiestas y placeres, medio muy insuficiente y que usaban únicamente aquellos que ganaban con fomentar las turbaciones que tenían que resultar necesariamente de un accidente tan funesto.
               Se sospechó largo tiempo que la reina había empleado unos polvos para respirar o para tragar que le habían sido proveídos por unos monjes italianos, que se hicieron venir a costa de grandes gastos. Es cierto que se observó desde este momento que las crisis crecían o decrecían en razón de la necesidad que Isabel tenía del delirio o de la razón de su esposo.
               ¿Pero puede producirse este singular efecto en las facultades intelectuales del hombre?
               Si las causas de esta enfermedad son lo bastante conocidas para que pueda curarse, seguramente puede ser provocada; y si ciertos venenos son capares de alcanzar las facultades físicas. ¿Por qué unos venenos de orden diferente no alterarían sus facultades morales? ¿Son éstas de una clase diferente de las otras y no está demostrado ahora que la unión de unas y otras facultades es demasiado íntima para que lo que emana de unas no sea una continuación constante de lo que es producido por las otras? ¿No alteran el alma todas las enfermedades del hombre? ¿Y cómo la afectarían sin su intima unión con el cuerpo? ¿Las facultades intelectuales, en una palabra, son diferentes de las facultades materiales? ¿El cerebro del hombre lesionado por los accidentes de la locura no puede, como la membrana velluda de su estómago, ser corroído por un veneno cualquiera? ¿Y si el acto desorganizador es en el fondo el mismo y sólo difiere por la naturaleza del veneno empleado, quien nos dirá que las búsquedas de la botánica no tienen que proporcionar lo que puede alterar uno, como lo que puede desbaratar lo otro? Una única diferencia nos detiene: ¿Nos equivocaremos en la premisa mayor y en este caso todas las consecuencias serán falsas? ¿Es cierto asimismo que las facultades morales son iguales a las facultades físicas? Esta duda nos conduciría a unos siglos de tinieblas felizmente disipadas para nosotros; no temamos, pues equivocarnos con respecto a este hecho. La locura que ataca las facultades morales sólo las turba porque son físicas; sólo las desbarata por la razón de que todo lo que ataca lo moral lesiona infaliblemente lo físico y viceversa, y la locura como es una enfermedad que ataca a la vez el alma y el cuerpo puede darse, como puede curarse, o para expresarse mejor todavía, darse, puesto que se cura.
               Por lo demás, lo que exponemos aquí sólo es el resultado de cuanto dijeron los monjes que vendieron estos venenos- pero no respondemos en absoluto de sus afirmaciones, estamos igualmente muy lejos de poder indicar las plantas que empleaba, y ciertamente si este poder estuviese en nuestras manos, nos guardaríamos muy bien de revelar un secreto de tal naturaleza.
               Algunos artículos de las confesiones de Bois-Bourbon apoyan nuestras conjeturas; pero dejamos a nuestros lectores la facultad de pensar lo que quieran al respecto. Quizá tendremos ocasión de responder más abajo a algunas objeciones levantadas contra este artículo, muy importante sin duda en la historia que contamos. Limitémonos ahora al simple papel de narrador.
               Es cierto, a pesar de lo que pudiera pasar, que en lugar de calmar a su esposo, la reina hacía todo lo que podía para excitarle más. Por aquel entonces instituyó en Vincennes era indecente <<corte amorosa>> organizada como las cortes soberanas, y donde se encontraban absolutamente todos los mismos oficiales revestidos con los mismos títulos. Pero lo que sorprendió más a los verdaderos amigos de la moral, es que había entre los miembros de esta escandalosa asociación, no sólo los más grandes señores de la corte, sino incluso doctores en tecnología, importantes vicarios, capellanes, cures, canónigos, conjunto verdaderamente monstruoso y que, dicen los historiadores contemporáneos, caracterizaba la depravación de este burdo siglo, <<en que se ignoraba el arte tan fácil de ser vicioso al menos con decencia>>. Esta reflexión es muy poco moral: pues, que el vicio esté escondido, o que se manifieste, ¿no es igualmente peligroso…?, ¿no lo es incluso más cuando puede confundírsele con la virtud?
               Quizá desearían que trazásemo aquí algunos detalles de las reuniones de las que acabamos de hablar, lo haríamos sin duda si no nos hubiéramos prohibido severamente todo cuanto puede herir la decencia. Que se contenten con saber que la <<corte amorosa>> de Isabel, templo impuro dónde sólo se alababan los extravíos del sentimiento más delicado, estaba muy lejos de parecerse a las <<cortes de amor>> de Avignon presididas por Laura y cantadas por Petrarca, donde sólo se practicaban las virtudes del dios que se ultrajaba en Vincennes.
               Sin embargo, las fiestas no conseguían que se descuidasen las intrigas: el tiempo que se concede a las primeras es casi siempre aquel en que se urden mejor las segundas. Fue solamente entonces cuando el duque de Touraine obtuvo del rey ducado de Orléans, cuyo nombre llevó siempre a continuación, que para la comprensión más perfecta de esta historia, le hicimos adoptar, quizá, demasiado pronto.
               En esta época igualmente Craon consumó contra el condestable el crimen que dejamos presentir ya, con el fin de conocer de antemano las razones que determinaron esta execración, debida si se quiere a la barbarie, a la depravación del siglo, pero que nunca bajo ninguna excusa tenía que haber manchado la mano de un gentil hombre francés.
               Craon, desde hacía mucho tiempo, reunían en su palacio, en secreto, armas de toda especie. Algunos días antes de la ejecución de lo que proyectaba, cuarenta facinerosos se introdujeron allí con el mismo misterio; casi todos eran bretones.
               <<Amigos míos –les dijo la víspera-, se trata ahora de vengar a vuestro príncipe, conocéis las faltas del condestable de Clisson con respecto al duque de Bretagne. En posesión de sus secretos, los traicionó todos, y creyendo que la verdad no lograrían aún perder a Carlos de Blois en el espíritu del rey de Francia, unió a ella la calumnia más insigne: se atrevió a decir que vuestro soberano negociaba una culpable alianza con los ingleses contra Carlos VI, mentira atroz que no tenía otro fin sino empujar al monarca a declarar la guerra a Bretagne, y todo esto con la única intención de vengarse del duque, que lo describió al rey como merecía; tratando sobre todo de desvelar la pérfida ambición que le empujaba a llevar la guerra a Bretagne sólo para encontrar medios con que ilustrarse. Si el duque de Bourgogne hubiese continuado en el gobierno de Francia nunca Clisson, nunca este hombre pérfido hubiese conseguido adquirir una consideraciój que el rey sólo le concede porque no le conoce. En una palabra, Clisson estaba perdido, sin la humanidad del duque de Bretagne, que sólo consintió en soltarle por medio de un rescate que su mala fe no pagó nunca. Carlos de Bretagne era el dueño de su vida, se la concedió, y el ingrato se convierte aún en más culpable con respecto a su libertador. Amigos, ha llegado la hora de vengar a vuestro señor, tengo orden de no tratar con miramiento a este gran culpable; armaos contra un traidor y cumpliréis el deber de las personas honradas. El condestable pasará mañana cerca de este palacio; golpeadle cuando aparezca, y que el mentiroso expire a vuestros pies. Esta legítima acción a la que os exhorto tiene que ser agradable al cielo, cuya justicia quiere que el crimen sea castigado: tiene que complacer a nuestro soberano al que venga y más aún a Carlos VI al que libra del mortal más peligroso.
               >>Si hay uno solo a quien repugne esta acción que no se arme. Aquí hay mazas, espadas, puñales para los demás…>> Y apoderándose Craon en persona de una de estas armas gritó: <<Ojalá pudiera este hierro vengador que veis aquí, guiado por mis manos justicieras, hundirse el primero en el corazón del culpable. Que ningún remordimiento, ningún terror turbe vuestros espíritus, tanto como debemos temblar ante un asesinato ilegítimo, tanto debemos enorgullecernos del que venga de un golpe a Dios, al honor y al rey.>>
               Se cogieron todas las armas y todos los que se apoderan de ellas juran obedecer.
               El día elegido para realizar esta infame acción era el de la fiesta del Santísimo Sacramento. La superstición de estos tiempos de ignorancia afectaba preferir para la ejecución de los más horrorosos complots los días consagraos por la religión, como si los culpables quisiesen asociar al cielo con su ferocidad.
               Llegó la noche. Fue precedida por una tempestad que cubría aún París entero con las tinieblas más espesas.
               Lejos de prestarse a las infamias proyectadas se hubiese podido decir que el cielo obscurecía únicamente el horizonte con sus sombras para asustar mejor a los culpables. Ni un alma circulaba por las calles de la capital de Francia, el silencio que reinaba en ellas era la imagen de la muerte.
               Esta noche había tenido lugar una fiesta en el palacio de Saint-Paul, donde se encontraba ordinariamente la corte, y el baile que siguió a la cena había llenado la mitad de la noche.             
               El condestable acaba de abandonar la corte; se retiraba a su palacio situado en el lugar que ocupó más tarde el palacio de Soubise. Era la una de la madrugada, cuando escoltado por ocho hombres llevando antorchas encendidas, Clisson atraviesa la calle Culture Sainte-Catherine. Algunos asesinos, mezclándose con los criados de Clisson, apagaron las antorchas de éstos, el condestable no viendo ya con quien tiene que habérselas, pero cuya franqueza y lealtad no pueden sospechar un mal que sería él mismo incapaz de cometer, cree que esta escena es sólo una broma del duque de Orléans. <<Os adivino, mi príncipe –grita- y perdono a vuestra juventud una broma, que sin embargo, no nos conviene ni a vos ni a mi.>>
               Antes estas palabras, Craon se da a conocer: <<Condestable –dice-, no es el duque de Orléans, soy yo…, yo que quiero librar a Francia de su más mortal enemigo; sin cuartel, es preciso morir. Matadle, matadle –prosigue este cobarde dirigiéndose a los que le seguían-, y no dejéis con vida a ninguno de los que le defenderán.>>
               En vano los ocho criados del condestable trataban de hacerlo; ellos y su señor fueron asaltados y golpeados por todos lados. Los criados se escaparon, y Clisson que se quedó sólo en medio de sus asesinos, hubiese sucumbido infaliblemente sin la cota de malla que llevaba bajo sus vestidos. No hay manera de reconocerse unos a otros…, la oscuridad es tan profunda, que algunos cobardes se apuñalan entre ellos. Otros, asustados por el horror gratuito que les hacen ejecutar y por las peligrosas equivocaciones de las que la oscuridad les convierte en víctimas, y más aún sin duda por el valor con el que Clisson se defiende, emprenden la huida, desperdigándose por las canes adyacentes, o regresan al palacio de Craon. Únicamente uno más encarnizado que los otros. Lama a Clisson un golpe tan terrible, que le hace caer de su caballo y va a parar a la puerta de un panadero, aún entreabierta, y que hunde el peso de su cuerpo. La débil luz que sale de esta tienda termina de llenar de terror el alma de los culpables; todos emprenden la huida, Clisson se queda solo y sin conocimiento.
               Algunos de sus servidores se acercan entonces: uno de ellos come a advertir al rey de lo que sucede. Carlos iba a acostarse: sin vestirse de nuevo, sube al grupo detrás del emisario cuyo caballo fustiga con todas sus fuerzas. Llega a casa del panadero, y ve a su condestable ahogado en medio de su sangre, que se esfuerzan por parar. <<!Oh, mi querido Clisson! –le dice-, ¿quién pudo ponerte en este estado?>> <<Señor –responde el condestable- son vuestros enemigos tanto como míos: pues sabéis cuanto quiero a vuestra majestad, y estos desgraciados no me lo perdonan.>> <<Pero, ¿quién, pues, amigo mío? Nombradle.>> <<Señor, es Craon, le he reconocido; es él quien cobardemente me ha hecho asesinar: sólo le nombro porque los que me tratan así no sabrán amarle.>> <<Condestable –dice el rey- este doble motivo es inútil para que castigue a este vil asesino. Vengaría quizá con menos calor vuestro ultraje si me ocupaba del mío.>>
               Sin embargo, los doctores llegan. <<Miren a mi condestable –les dice Carlos-, y que yo sepa lo que debo esperar; pues sus dolores son los míos propios: les recompensaré más por curarle, que por los cuidados que pudiesen prestarme a mí…>> Y el buen Carlos, inclinándose sobre el condestable, mojó con sus lágrimas las llagas de su amigo. <<Señor –le dijo Clisson enternecido- si siento perder esta sangre que vuestras lágrimas paran, es por la imposibilidad en que su efusión va a colocarme de poder terminar de perderla por vuestra majestad vertiéndola en el campo del honor.>> <<Condestable, tú no morirás.>> <<Y bien, mi príncipe, mi último suspiro será, pues, para vos –prosiguió Clisson estrechando las manos de su señor- y esta esperanza me consuela por todo.>>
               Esta escena emocionante inflamó las llagas y los cirujanos suplicaron al rey que se retirase. <<Consiento en ello –dijo Carlos-, pero con la condición de que me respondéis de él, no le dejaré sin esto.>> <<Sí, señor, respondemos de él.>> <<Me voy pues tranquilo –dijo el rey-. Adiós condestable; reconoceré si tú me quieres por los cuidados que tomarás de tu persona>>, y lo abrazó… 

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