>>Isabel
que veía con tanta satisfacción como sorpresa estas maravillas del tiempo, se
detuvo algo más todavía a considerar el nuevo espectáculo que el tribual de
París ofreció a sus ojos: era una fortaleza de madera, en cuyas almenas se
encontraban hombres de armas en facción. Sobre el castillo aparecía un lecho
dispuesto donde yacía “Madame Sainte Anne”: era, decían, el símbolo del lecho
de la justicia; el decorador tenía prevista sin dude la divina posteridad de la
Santa; a cierta distancia había imaginado un bosque de donde se vio salir
corriendo a un ciervo blanco que se dirigió al lecho de la justicia, un león y
un águila, que salieron del mismo bosque, fueron a atacarle: en ese mismo
instante doce doncellas con la espada en la mano se dispusieron a defender el
lecho de la justicia y al ciervo. Carlos había adoptado por emblema la figura
de este animal. Un hombre escondido dirigía con la ayuda de un resorte los
movimientos del ciervo, que cogió una espada con la que agitaba el aire;
parecía amenazador y miraba a todas partes con los ojos inflamados.
>>A eso se limitaba la
destreza de los maquinistas de este siglo.
>>La reina se disponía a
entrar en el “Pont au Change”, cuando un acróbata descendió con rapidez por una
cuerda tendida desde lo alto de las torres de Notre-Dame hasta el puente. Como
ya era tarde, sostenía en cada mano una antorcha encendida.
>>El rey tuvo la curiosidad
de asistir a todos esos espectáculos, y montó a ese efecto en la grupa del
caballo de Savoisi, uno de sus chambelanes, arriesgándose a ser golpeado y
expulsado por los agentes de la policía. Esta aventura fue el tema de las
bromas de la noche.
>>El obispo de París
recibió a la reina a la entrada de la catedral; ésta realizó sus ofrendas que
consistían en cuatro piezas de tela de oro, a las que añadió la corona que
había recibido al entrar; en seguida le pusieron otra.
>>Al día siguiente tuvo
lugar la ceremonia de la coronación en la capilla santa del palacio. Isabel se
dirigió a la iglesia, con la corona en la cabeza y los cabellos flotando. Toda
la corte comió en el gran salón del palacio.
>>Durante el festín, se
representó ante los convidados el sitio de Troya; se llamaban entremeses a esa
clase de representaciones. Los centros de orfebrería adornados con figuras con
los que adornamos nuestras mesas nos recuerdan estos usos antiguos, reducidos a
proporciones más agradables y menos embarazosas. Los días siguientes
transcurrieron entre bailes y torneos precedidos y seguidos de festines
espléndidos. Al final de una comida que el rey ofrecía a las damas en el salón
del palacio, entraron dos jóvenes señores, armados completamente; les
divirtieron con un combate en el que numerosos caballeros tomaron parte,
uniéndose a los dos campeones.
>>Cuarenta de los
principales burgueses encargados de traer al monarca los presentes de la
ciudad, fueron a ofrecerle en el palacio Saint-Paul, cuatro recipientes, seis
palanganas y seis platos de oro; Carlos los recibió y les dijo: “Muchas
gracias, buenas gentes, son hermosos y valiosos”.
>>Los presentes destinados
a la reina, llevados hasta la habitación de esta princesa por dos hombres
disfrazados, uno de oso, el otro de unicornio, era una nave de oro, dos frascos
grandes, dos platillos de servir la gragea, dos saleros, seis recipientes, seis
palanganas del mismo metal y dos platillos de plata. Dos hombres ennegrecidos y
disfrazados de moros trajeron la vajilla, igualmente presentada a la duquesa de
Orléans; estos presentes costaron a la ciudad sesenta mil coronas de oro.
>>Los Parisienses
conservaban la esperanza de obtener por medio de estas demostraciones de celo
algunas disminuciones de impuestos; pero sus esperanzas se desvanecieron con la
partida de la corte. Los impuestos se aumentaron; un cambio de moneda acrecentó
su descontento; el curso del dinero antiguo se prohibió bajo pena de muerte; y
como estos cambios abarcan hasta las monedas de menor valor, llamadas “petits
blancs”, el pueblo sufrió mucho y se quejó más aún.>>
Apenas estas importantes
ocupaciones estuvieron terminadas el rey partió hacia Avignon con el deseo de
ver al papa Urbano que por aquel entonces habitaba allí. Deseoso de volar con
sus propias alas, no quiso permitir de ninguna manera que sus tíos le
acompañasen en su viaje que proyectaba al mismo tiempo por sus provincial
meridionales, por medio de que perjudicasen las intenciones que había concebido
y de las que una de las principales era verificar cuales podían ser en
Languedoc los motivos de las quejas levantadas contra el duque de Berri que
entonces mandaba allí y que había ocasionado Belisac, secretario del duque. Más
de cuarenta mil familias desoladas huyeron de esta provincia para refugiarse en
España, a donde llevaron su bienestar y su industria… Había llegado el momento
de remedia tales abusos. Belisac torturado confesó unos delitos, tales, que le
merecían la última pena. Este secretario, en esta desgraciada circunstancia, no
tuvo otra ocurrencia mejor para escapar del peligro que le amenazaba que la de
tentar a la reina, que había acompañado al rey, ofreciéndole una suma inmensa.
Con una mujer como Isabel el
medio era infalible; hubiese vendido Francia entera por la mitad de lo que le
ofrecían. Desde este momento, se las apaño con el duque de Berri, quien para
agradecerle su intervención, le remitió por su parte sumas por lo menos tan
elevadas como las dadas por Belisac. Se convino desde entonces en este pequeño
comité que Belisac haría unas declaraciones falsas y totalmente opuestas a las
depredaciones de que se le acusaba, pero como el rey quería que sirviese de
ejemplo, puesto que se ponía al abrigo de los crímenes que le eran imputados
legítimamente, era preciso al menos encontrarle otros; se decidió que le
acusarían de ateísmo; lo que, en estos tiempos de tinieblas y de superstición,
le conduciría igualmente al patíbulo, sin embargo, con muchos más medios con
que obtener gratis, puesto que sólo dependía ya de la justicia eclesiástica, de
cuyas manos era casi seguro sacarle por el inmenso crédito que tenía el duque
de Berri con el papa. Pero de esta manera se le perdió más fácilmente; el rey,
furioso por un subtertugio que iba a devolver a la sociedad a mi culpable del
que era tan necesario liberarla, obstaculizó todos estos medios escapatorios y
Belisac fue condenado a la hoguera. Al subir al cadalso, quiso retractarse del
crimen de ateísmo por el que se encendían las hogueras, y confesar el del
peculado, el único que pudo imputársele y del que creía firmemente que le
salvaría Isabel ante el terror de verse comprometida por las confesiones que
podía hacer. Pero la reina hábil como el hombre que podía perderla empleó todo
su crédito para apresurar el juicio, y el desgraciado Belisac tuvo que pagar a
la vez, con la muerte más cruel, su desacertada seducción y el crimen que la
había motivado.
Estos eran los comienzos de
Isabel; eso era lo que ejecutaba en la feliz edad en que la naturaleza parece
colocar sólo en nuestras almas el candor y la afabilidad.
¿Se sorprenderán por lo que
siguió?
El condestable de Clisson había
influido prodigiosamente tanto en la revelación de las conclusiones del duque
de Berri como en el proceso de Belisac: Isabel que no lo ignoraba, desde este
momento empezó a odiarle. Pudo querer la pronta ejecución del secretario,
mientras temía sus confesiones; pero desde que Belisac la pagó bien, ya no
había deseado su muerte, y tenía que odiar, pues, al que la ponía a la vez en
la imposibilidad de recibir ya nada más de su cómplice y que le hacía temer sus
indiscreciones, así fue que no perdonó jamás al condestable. El duque de Berri
compartía este resentimiento: será necesario acordarse de esta particularidad,
cuando se verá que Clisson se convierte en la victima de estos odios, cuyos
gérmenes se encontraban también en el alma del duque de Bretagne que, como se
vio, se había vengado ya del condestable, enemigo capital de los ingleses que
protegía tanto Carlos de Blois.
Las declaraciones de Bois-Bourdon
a las que nos vemos obligados a recurrir con frecuencia, para establecer la
verdad de los hechos que contamos desmienten formalmente aquí a los
historiadores que nos dicen que la reina no realizó el viaje por el Languedoc;
las pruebas que dan de ello consisten en una preendida apuesta hecha entre el
rey y el duque de Orléans cuyo fin era saber quien ale los dos llegaría más
pronto de Montpellier a Paris, tiara reunirse con sus mujeres; la apuesta pude
existir, pero el rey no podía tener por motivo el deseo de ver a su mujer, puesto
que no se había separado de ella. Cuando parecidos errores esparcen tanta
oscuridad sobre las verdades históricas, ¿cómo puede permitírseles?
Isabel que acababa de sentir
hasta qué punto la presencia del rey la molestaba para exacciones parecidas a
las que había hecho, con el fin de encontrarse más a gusto, y sobre todo mucho
menos observaba, proyectó alejar a su esposo incitándole a emprender algunas
empresas lejanas que le permitiesen reinar sola por completo.
-Señor – le dijo un día- vuestro
gusto y vuestro talento para las armas languidecen en una imperdonable
ocisidad; vuestros generales y vuestros soldados se enervan en el seno de la
indolencia, y yo veo desde aquí que la blandura borra con sus dedos flexibles
las páginas de la historia de un reino que vos podríais hacer más glorioso. Si
el más hermoso y el más noble de los proyectos fracasó con san Luis, vuestra
majestad conoce las causas: más ocupados de su ambición y del deseo de
conseguir reinos, los héroes de las cruzadas sacrificaron a una gloria muy
culpable de la religión; os corresponde reparar esta falta, Señor. Todos
vuestros guerreros arden en deseos de seguiros en una expedición tan piadosa.
Volad a su cabeza a liberar el sepulcro del Redentor de los hombres; apresuraos
a arrancar de las manos de estos infieles, cuya sola presencia mancilla este
monumento sagrado de la más respetable de las religiones. El cielo bendecirá la
empresa, y estos laureles que por mi voz os invita a coger, formarán la corona
celestial que depositaréis un día a los pies del trono de Dios. Me quedaré
gobernando vuestro reino, y mis cuidados se partirán entre los que me impondrán
los deberes que me habréis confiado, y las ardientes plegarias que dirigiré
cada día al cielo para el éxito de una conquista tan digna de vuestro coraje y
vuestras virtudes.
Isabel conocía bastante el
espíritu supersticioso de su esposo para esperarlo todo de esta efervescencia.
-¡Oh, sí, sí! –respondió el rey
con entusiasmo- sí, querida esposa, soy digno de reparar las faltas de mis
antepasados; vuestra voz celestes acaba de producir en mí la misma impresión
que sintió Moisés en el monte de Horeb al recibir de Dios, que se le apareció
en la zarza ardiendo, la orden de liberar a sus hermanos del yugo vergonzoso
del Faraón.
Carlos lleno de ardor lo dispuso
todo; y esta nueva extravagancia iba a ejecutarse, si no se hubiese observado
en el consejo muy razonablemente que era preferible trabajar en la reunión de
la iglesia, por aquel entonces dividida por un cisma, que partir a la conquista
de un sepulcro.
Las resoluciones cambiaron; pero
Carlos quiso al menos dirigirse a Italia para obligar a los romanos a someterse
a la obediencia del papa Clemente.
En cuanto a Isabel, se consoló al
ver fracasar sus primeros planes: en primer lugar por la substracción de las
sumas ya retiradas para la expedición de Palestina, que prometió al rey guardar
en el caso de que el proyecto se renovase; después por las que, mucho más
considerables que las primeras, recibió del papa para fortalecer las nuevas
resoluciones que el rey acababa de adoptar.
Una vez decidida la guerra de
Italia, se levantó el cuadro de las tropas de destinadas a pasar los montes. El
rey tenía que conducir cuatro mil lanzas; los duques de Bourgogne y de Berri
dos mil lanzas cada uno; el duque de Bourbon mil; el condestable dos mil; y mil
tenía en fin que partir bajo las órdenes de Couci y de Paul.
Carlos alentó al duque de
Bretagne a que le siguiera; pero éste no hizo ningún caso de una proposición
que sus propios intereses le impedían acoger, y que era tan fuera de lugar como
inútil.
El duque de Orléans se quedaba, y
puede juzgarse hasta que punto Isabel se regocijaba con este arreglo.
<<Deja allá estos laureles
bendecidos –decía a su amante- unos mirtos más dichosos lo esperan en mi seno.
Los intereses de la religión son más sublimes que los del amor, estoy conforme,
pero son lo bastante fuertes como para sostenerse por sí mismos: apoyemos los
nuestros sólo, no conozco otros más sagrados.>>
Los políticos pudieron observar
desde entonces que se formaban dos partidos muy marcados en la corte. A la
cabeza de uno estaba la reina, que sólo deseaba, como acabamos de ver, el
alejamiento del rey, a fin de aumentar con esto su tesoro y su fuerza. A la cabeza del otro se encontraban los
duques de Bourgogne y de Berri, poco peligrosos para Isabel quien, siempre
apoyada por el dique de Orléans, estaba segura de aprovechar la ausencia del
rey si se alejaba, y de engañarle si se quedaba.
De esta escisión resultó que en
lugar de gozar apaciblemente de la paz general, cada uno pensó únicamente en
fomentar guerras internas para enriquecerse a expensas unos de otros en las
perturbaciones que acarrearían.
El condestable, buen servidor del
rey, y por consiguiente gran enemigo de Isabel, no podía conseguir que el duque
de Bretagne observase sus compromisos; éste, muy inglés de espíritu y de
corazón se encontraba unido al partido de la reina que estaba en buenas
relaciones con los enemigos de su reino, cuyos cofres se abrían siempre para
ella, sea porque necesitasesn guerras, sea porque las temiesen.
Se enviaron a Rennes unos
diputados que se dieron cuenta muy pronto de que el duque les engañaba, y
obraba como un hombre seguro de que en acontecimiento muy cercano le libraría
muy pronto de sus deberes.
Es necesario observar que en esta
época la mala pasada que había hecho el duque al condestable había tenido ya
lugar, y que este príncipe subía los impuestos para devolver el rescate que
había recibido del condestable.
El marqués de Craon, del que ya
hemos hablado, y de cuya inmoralidad es preciso acordarse, desempeñaba un
importante papel en la corte. Amigo y confidente de los amores del duque de
Orléans y de la reina, ocupaba al lado de este príncipe el mismo cargo de
confianza que Bois-Bourdon al de su soberana: únicamente ellos eran los
poseedores del gran secreto de esta intriga. El marqués de Craon era pariente
del duque de Bretagne, gran enemigo del condestable: esta reunión de
circunstancias le adhería al partido de Isabel, y fue por mediación suya que la
reina aseguró al duque de Bretagne el calor con que le sostendría en todos los
tiempos. A pesar de todos esos motivos para estar profundamente unido a los
intereses de los dos amantes, Craon traicionó la confianza que tenía en él.
Hizo a Valentina de Milán algunas revelaciones indiscretas, sin pensar que caía
él mismo en las trampas que tendía a los otros. Esto requiere algunas
aclaraciones.
Existía entre el duque, Isabel y
la duquesa de Orléans una culpable asociación que, por horrible que fuese,
preservaba sin embargo, al de Orléans y a la reina de todos los peligros de la
indiscreción. Carlos tuvo la misma debilidad que el duque de Orléans: éste
amaba a la mujer de su hermano y Carlos amaba a su cuñada. Desde este momento,
Isabel cedió de buena gana a su esposo a Valentina, con la condición de que
ésta le cedería el suyo. Todo iba sobre ruedas, y Carlos, sin sospechar un
pacto que le hubiese enfurecido, estaba contento sin embargo, del precio al que
sus enemigos le cobraban su felicidad.
Las indiscreciones del marqués no
estorbaron, pues nada, se sabía lo que tenía que decir; pero le valieron la
completa enemistad de Isabel y por contrapartida la de los otros dos. Se
resolvió la venganza y unos pretextos se presentaron fácilmente; la conducta de
Craon proveía muchos. El imprudente marqués cayó en desgracia. Encargado, como
hemos dicho, de algunas negociaciones de parte de la reina, con el duque de
Bretagne, fue en sus estados donde corrió en busca de asilo. Prevenido el duque
se guardó muy bien de aclarar nada a Craon; pero encontrándole muy propicio
para servir a su venganza del condestable, le persuadió del que sólo a Clisson
debía sus desgracias; el marqués le creyó; se sabrá muy pronto lo que resultó
de ello.
Por lo demás, nada tan hábil como
el cambio que el duque en esta ocasión supo dar al desgraciado Craon; pues
armaba por este medio, uno contra otro, a dos poderosos enemigos de la reina,
del duque de Orléans y de él mismo. Existen pocos políticos más sombríos y más
flexibles, puesto que el duque se cuidaría con esto de reconciliar, cuando
quisiese, a Craon con la reina, y de conservar así un agente siempre seguro de
su comprensión con esta princesa. Por lo demás, era probable que ésta perdonase
al marqués, puesto que de hecho, no había estropeado nada con sus
indiscreciones y que había servido de mucho, armándose, como va a verse, contra
Clisson mucho más peligroso que él.
Todo lo que acabo de decir se
preparaba en Tours., en una entrevista convocada entre el duque de Bretagne y
el rey, y a la que Isabel, presurosa por ver al duque, no había faltado.
Allí, el condestable apareció con
una suntuosidad por lo menos parecida al aparato verdaderamente insolente que
desplegó el duque de Bretagne. La reina, mediadora de esta entrevista, servía a
la perfección a un príncipe de que creía tener tanta necesidad para los
proyectos ambiciosos que alimentaba desde hacía tiempo.
Allí el duque la reconcilió con
Craon, allí Isabel acordó el matrimonio del duque de Bretagne con una de sus
hijas, y se concertó esa pérfida alianza cuyo único fin era dar a Inglaterra un
lustro más, aliando a Francia un príncipe que servía tan bien a sus enemigos.
Una vez cimentados estos lazos. Cada cual regresó a sus estados.
Tan pronto como el duque de
Bretagne se encontró en Rennes y siempre por las instigaciones de Isabel, sólo
pensó en romper todas las promesas ilusorias que había hecho a su soberano.
Al regreso de este viaje el rey
comenzó a sentir los primeros síntomas de manía. Con otros medios que los que
se usaron, quizá se hubiesen prevenido las consecuencias de este accidente;
pero como desgraciadamente se tenían muy pocas ganas de lograr esta curación,
que unos motivos fáciles de adivinar tenía más bien que retardar en vez de
avanzar, sólo se emplearon fiestas y placeres, medio muy insuficiente y que
usaban únicamente aquellos que ganaban con fomentar las turbaciones que tenían
que resultar necesariamente de un accidente tan funesto.
Se sospechó largo tiempo que la
reina había empleado unos polvos para respirar o para tragar que le habían sido
proveídos por unos monjes italianos, que se hicieron venir a costa de grandes
gastos. Es cierto que se observó desde este momento que las crisis crecían o decrecían
en razón de la necesidad que Isabel tenía del delirio o de la razón de su
esposo.
¿Pero puede producirse este
singular efecto en las facultades intelectuales del hombre?
Si las causas de esta enfermedad
son lo bastante conocidas para que pueda curarse, seguramente puede ser
provocada; y si ciertos venenos son capares de alcanzar las facultades físicas.
¿Por qué unos venenos de orden diferente no alterarían sus facultades morales?
¿Son éstas de una clase diferente de las otras y no está demostrado ahora que
la unión de unas y otras facultades es demasiado íntima para que lo que emana
de unas no sea una continuación constante de lo que es producido por las otras?
¿No alteran el alma todas las enfermedades del hombre? ¿Y cómo la afectarían
sin su intima unión con el cuerpo? ¿Las facultades intelectuales, en una
palabra, son diferentes de las facultades materiales? ¿El cerebro del hombre
lesionado por los accidentes de la locura no puede, como la membrana velluda de
su estómago, ser corroído por un veneno cualquiera? ¿Y si el acto
desorganizador es en el fondo el mismo y sólo difiere por la naturaleza del
veneno empleado, quien nos dirá que las búsquedas de la botánica no tienen que
proporcionar lo que puede alterar uno, como lo que puede desbaratar lo otro?
Una única diferencia nos detiene: ¿Nos equivocaremos en la premisa mayor y en
este caso todas las consecuencias serán falsas? ¿Es cierto asimismo que las
facultades morales son iguales a las facultades físicas? Esta duda nos conduciría
a unos siglos de tinieblas felizmente disipadas para nosotros; no temamos, pues
equivocarnos con respecto a este hecho. La locura que ataca las facultades
morales sólo las turba porque son físicas; sólo las desbarata por la razón de
que todo lo que ataca lo moral lesiona infaliblemente lo físico y viceversa, y
la locura como es una enfermedad que ataca a la vez el alma y el cuerpo puede
darse, como puede curarse, o para expresarse mejor todavía, darse, puesto que
se cura.
Por lo demás, lo que exponemos
aquí sólo es el resultado de cuanto dijeron los monjes que vendieron estos
venenos- pero no respondemos en absoluto de sus afirmaciones, estamos
igualmente muy lejos de poder indicar las plantas que empleaba, y ciertamente
si este poder estuviese en nuestras manos, nos guardaríamos muy bien de revelar
un secreto de tal naturaleza.
Algunos artículos de las
confesiones de Bois-Bourbon apoyan nuestras conjeturas; pero dejamos a nuestros
lectores la facultad de pensar lo que quieran al respecto. Quizá tendremos
ocasión de responder más abajo a algunas objeciones levantadas contra este
artículo, muy importante sin duda en la historia que contamos. Limitémonos
ahora al simple papel de narrador.
Es cierto, a pesar de lo que
pudiera pasar, que en lugar de calmar a su esposo, la reina hacía todo lo que
podía para excitarle más. Por aquel entonces instituyó en Vincennes era
indecente <<corte amorosa>> organizada como las cortes soberanas, y
donde se encontraban absolutamente todos los mismos oficiales revestidos con
los mismos títulos. Pero lo que sorprendió más a los verdaderos amigos de la
moral, es que había entre los miembros de esta escandalosa asociación, no sólo
los más grandes señores de la corte, sino incluso doctores en tecnología,
importantes vicarios, capellanes, cures, canónigos, conjunto verdaderamente
monstruoso y que, dicen los historiadores contemporáneos, caracterizaba la
depravación de este burdo siglo, <<en que se ignoraba el arte tan fácil
de ser vicioso al menos con decencia>>. Esta reflexión es muy poco moral:
pues, que el vicio esté escondido, o que se manifieste, ¿no es igualmente
peligroso…?, ¿no lo es incluso más cuando puede confundírsele con la virtud?
Quizá desearían que trazásemo aquí
algunos detalles de las reuniones de las que acabamos de hablar, lo haríamos
sin duda si no nos hubiéramos prohibido severamente todo cuanto puede herir la
decencia. Que se contenten con saber que la <<corte amorosa>> de
Isabel, templo impuro dónde sólo se alababan los extravíos del sentimiento más
delicado, estaba muy lejos de parecerse a las <<cortes de amor>> de
Avignon presididas por Laura y cantadas por Petrarca, donde sólo se practicaban
las virtudes del dios que se ultrajaba en Vincennes.
Sin embargo, las fiestas no
conseguían que se descuidasen las intrigas: el tiempo que se concede a las
primeras es casi siempre aquel en que se urden mejor las segundas. Fue
solamente entonces cuando el duque de Touraine obtuvo del rey ducado de
Orléans, cuyo nombre llevó siempre a continuación, que para la comprensión más
perfecta de esta historia, le hicimos adoptar, quizá, demasiado pronto.
En esta época igualmente Craon
consumó contra el condestable el crimen que dejamos presentir ya, con el fin de
conocer de antemano las razones que determinaron esta execración, debida si se
quiere a la barbarie, a la depravación del siglo, pero que nunca bajo ninguna
excusa tenía que haber manchado la mano de un gentil hombre francés.
Craon, desde hacía mucho tiempo,
reunían en su palacio, en secreto, armas de toda especie. Algunos días antes de
la ejecución de lo que proyectaba, cuarenta facinerosos se introdujeron allí con
el mismo misterio; casi todos eran bretones.
<<Amigos míos –les dijo la
víspera-, se trata ahora de vengar a vuestro príncipe, conocéis las faltas del
condestable de Clisson con respecto al duque de Bretagne. En posesión de sus
secretos, los traicionó todos, y creyendo que la verdad no lograrían aún perder
a Carlos de Blois en el espíritu del rey de Francia, unió a ella la calumnia
más insigne: se atrevió a decir que vuestro soberano negociaba una culpable
alianza con los ingleses contra Carlos VI, mentira atroz que no tenía otro fin
sino empujar al monarca a declarar la guerra a Bretagne, y todo esto con la
única intención de vengarse del duque, que lo describió al rey como merecía;
tratando sobre todo de desvelar la pérfida ambición que le empujaba a llevar la
guerra a Bretagne sólo para encontrar medios con que ilustrarse. Si el duque de
Bourgogne hubiese continuado en el gobierno de Francia nunca Clisson, nunca
este hombre pérfido hubiese conseguido adquirir una consideraciój que el rey
sólo le concede porque no le conoce. En una palabra, Clisson estaba perdido,
sin la humanidad del duque de Bretagne, que sólo consintió en soltarle por
medio de un rescate que su mala fe no pagó nunca. Carlos de Bretagne era el
dueño de su vida, se la concedió, y el ingrato se convierte aún en más culpable
con respecto a su libertador. Amigos, ha llegado la hora de vengar a vuestro
señor, tengo orden de no tratar con miramiento a este gran culpable; armaos contra
un traidor y cumpliréis el deber de las personas honradas. El condestable
pasará mañana cerca de este palacio; golpeadle cuando aparezca, y que el
mentiroso expire a vuestros pies. Esta legítima acción a la que os exhorto
tiene que ser agradable al cielo, cuya justicia quiere que el crimen sea
castigado: tiene que complacer a nuestro soberano al que venga y más aún a
Carlos VI al que libra del mortal más peligroso.
>>Si hay uno solo a quien
repugne esta acción que no se arme. Aquí hay mazas, espadas, puñales para los
demás…>> Y apoderándose Craon en persona de una de estas armas gritó:
<<Ojalá pudiera este hierro vengador que veis aquí, guiado por mis manos
justicieras, hundirse el primero en el corazón del culpable. Que ningún
remordimiento, ningún terror turbe vuestros espíritus, tanto como debemos
temblar ante un asesinato ilegítimo, tanto debemos enorgullecernos del que
venga de un golpe a Dios, al honor y al rey.>>
Se cogieron todas las armas y
todos los que se apoderan de ellas juran obedecer.
El día elegido para realizar esta
infame acción era el de la fiesta del Santísimo Sacramento. La superstición de
estos tiempos de ignorancia afectaba preferir para la ejecución de los más
horrorosos complots los días consagraos por la religión, como si los culpables
quisiesen asociar al cielo con su ferocidad.
Llegó la noche. Fue precedida por
una tempestad que cubría aún París entero con las tinieblas más espesas.
Lejos de prestarse a las infamias
proyectadas se hubiese podido decir que el cielo obscurecía únicamente el
horizonte con sus sombras para asustar mejor a los culpables. Ni un alma
circulaba por las calles de la capital de Francia, el silencio que reinaba en
ellas era la imagen de la muerte.
Esta noche había tenido lugar una
fiesta en el palacio de Saint-Paul, donde se encontraba ordinariamente la
corte, y el baile que siguió a la cena había llenado la mitad de la noche.
El condestable acaba de abandonar
la corte; se retiraba a su palacio situado en el lugar que ocupó más tarde el
palacio de Soubise. Era la una de la madrugada, cuando escoltado por ocho
hombres llevando antorchas encendidas, Clisson atraviesa la calle Culture
Sainte-Catherine. Algunos asesinos, mezclándose con los criados de Clisson,
apagaron las antorchas de éstos, el condestable no viendo ya con quien tiene
que habérselas, pero cuya franqueza y lealtad no pueden sospechar un mal que
sería él mismo incapaz de cometer, cree que esta escena es sólo una broma del
duque de Orléans. <<Os adivino, mi príncipe –grita- y perdono a vuestra
juventud una broma, que sin embargo, no nos conviene ni a vos ni a mi.>>
Antes estas palabras, Craon se da
a conocer: <<Condestable –dice-, no es el duque de Orléans, soy yo…, yo
que quiero librar a Francia de su más mortal enemigo; sin cuartel, es preciso
morir. Matadle, matadle –prosigue este cobarde dirigiéndose a los que le
seguían-, y no dejéis con vida a ninguno de los que le defenderán.>>
En vano los ocho criados del
condestable trataban de hacerlo; ellos y su señor fueron asaltados y golpeados
por todos lados. Los criados se escaparon, y Clisson que se quedó sólo en medio
de sus asesinos, hubiese sucumbido infaliblemente sin la cota de malla que
llevaba bajo sus vestidos. No hay manera de reconocerse unos a otros…, la
oscuridad es tan profunda, que algunos cobardes se apuñalan entre ellos. Otros,
asustados por el horror gratuito que les hacen ejecutar y por las peligrosas
equivocaciones de las que la oscuridad les convierte en víctimas, y más aún sin
duda por el valor con el que Clisson se defiende, emprenden la huida,
desperdigándose por las canes adyacentes, o regresan al palacio de Craon.
Únicamente uno más encarnizado que los otros. Lama a Clisson un golpe tan
terrible, que le hace caer de su caballo y va a parar a la puerta de un
panadero, aún entreabierta, y que hunde el peso de su cuerpo. La débil luz que
sale de esta tienda termina de llenar de terror el alma de los culpables; todos
emprenden la huida, Clisson se queda solo y sin conocimiento.
Algunos de sus servidores se
acercan entonces: uno de ellos come a advertir al rey de lo que sucede. Carlos
iba a acostarse: sin vestirse de nuevo, sube al grupo detrás del emisario cuyo
caballo fustiga con todas sus fuerzas. Llega a casa del panadero, y ve a su
condestable ahogado en medio de su sangre, que se esfuerzan por parar.
<<!Oh, mi querido Clisson! –le dice-, ¿quién pudo ponerte en este
estado?>> <<Señor –responde el condestable- son vuestros enemigos
tanto como míos: pues sabéis cuanto quiero a vuestra majestad, y estos desgraciados
no me lo perdonan.>> <<Pero, ¿quién, pues, amigo mío?
Nombradle.>> <<Señor, es Craon, le he reconocido; es él quien
cobardemente me ha hecho asesinar: sólo le nombro porque los que me tratan así
no sabrán amarle.>> <<Condestable –dice el rey- este doble motivo
es inútil para que castigue a este vil asesino. Vengaría quizá con menos calor
vuestro ultraje si me ocupaba del mío.>>
Sin embargo, los doctores llegan.
<<Miren a mi condestable –les dice Carlos-, y que yo sepa lo que debo
esperar; pues sus dolores son los míos propios: les recompensaré más por
curarle, que por los cuidados que pudiesen prestarme a mí…>> Y el buen
Carlos, inclinándose sobre el condestable, mojó con sus lágrimas las llagas de
su amigo. <<Señor –le dijo Clisson enternecido- si siento perder esta
sangre que vuestras lágrimas paran, es por la imposibilidad en que su efusión
va a colocarme de poder terminar de perderla por vuestra majestad vertiéndola
en el campo del honor.>> <<Condestable, tú no morirás.>>
<<Y bien, mi príncipe, mi último suspiro será, pues, para vos –prosiguió Clisson
estrechando las manos de su señor- y esta esperanza me consuela por
todo.>>
Esta
escena emocionante inflamó las llagas y los cirujanos suplicaron al rey que se
retirase. <<Consiento en ello –dijo Carlos-, pero con la condición de que
me respondéis de él, no le dejaré sin esto.>> <<Sí, señor,
respondemos de él.>> <<Me voy pues tranquilo –dijo el rey-. Adiós
condestable; reconoceré si tú me quieres por los cuidados que tomarás de tu
persona>>, y lo abrazó…
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